Una vez más, los datos hablan claro y fuerte: el sistema educativo en México sigue siendo una deuda pendiente. El reciente informe del Coneval revela la precariedad que afecta a miles de estudiantes en todo el país, desde aquellos en comunidades rurales sin acceso a servicios básicos hasta los estudiantes de pueblos indígenas y con discapacidad, cuyos derechos educativos parecen diluirse en estadísticas alarmantes.
¿Cómo pretendemos mejorar la economía del país, reducir la desigualdad y asegurar un futuro mejor, si no atacamos de raíz los problemas en nuestra educación?
Es triste reconocerlo, pero estas cifras no son nuevas. Desde hace décadas, cada diagnóstico sobre la educación en México expone las mismas carencias estructurales.
Falta de infraestructura, carencia de recursos en las zonas más necesitadas y unos resultados en pruebas internacionales que nos colocan en el fondo de las evaluaciones de la OCDE.
Sin embargo, parece que estos reportes sirven más como material de archivo que como base para una verdadera reforma educativa. ¿Qué está esperando el gobierno para actuar?
El Coneval destaca la conexión entre la pobreza y el acceso a la educación, un vínculo que mantiene a generaciones de mexicanos en un círculo vicioso de desigualdad.
La brecha educativa para los estudiantes con menores recursos es devastadora: un joven de educación media superior en situación de pobreza tiene un 15 % menos de posibilidades de asistir a clases que uno con mejores ingresos.
¿Cómo pretendemos mejorar la economía del país, reducir la desigualdad y asegurar un futuro mejor, si no atacamos de raíz los problemas en nuestra educación?
Es irónico ver cómo las políticas públicas a menudo se enfocan en generar programas con buenos nombres y campañas de promoción, pero con efectos limitados o inexistentes para los sectores más vulnerables.
El programa “La Escuela es Nuestra” es un buen ejemplo de una iniciativa que, aunque bien intencionada, se queda corta si no va acompañada de un esfuerzo integral que mejore la calidad de la enseñanza, la infraestructura y el acceso igualitario para todos.
Y en cuanto a las poblaciones indígenas, el informe es devastador. ¿Cómo podemos seguir proclamando respeto y orgullo por la diversidad cultural cuando, en la práctica, el sistema educativo excluye a los jóvenes hablantes de lengua indígena, cuya tasa de acceso a la educación superior es un mísero 9.4 %?
Estas cifras nos hablan de algo más profundo que una simple desigualdad de acceso; nos dicen que el país sigue sin otorgar un espacio digno a estos grupos dentro de su narrativa de desarrollo.
No se puede ignorar el papel fundamental de los maestros en este proceso. Necesitamos fortalecer su trabajo, reconocer su esfuerzo y darles las herramientas necesarias para que puedan realmente hacer una diferencia.
Pero, al igual que en otros aspectos, el apoyo a los docentes no puede quedarse en promesas de mejora salarial sin un plan robusto para formar, equipar y apoyar a quienes enfrentan diariamente los retos en las aulas.
México tiene una gran tarea por delante si realmente aspira a garantizar el derecho a la educación. Las recomendaciones de Coneval son claras: hace falta una estrategia nacional integral, una que no deje de lado a ninguna comunidad y que entienda que la educación es un derecho universal.
Aplaudir las buenas intenciones de las políticas no es suficiente; debemos exigir acciones tangibles que muestren un verdadero compromiso por la equidad educativa.
La educación es el cimiento de una sociedad próspera y justa. Continuar negándole a nuestros jóvenes este derecho es condenarnos a una realidad que hemos visto y criticado demasiadas veces.
La transformación de México no llegará mientras sigamos permitiendo que millones de estudiantes queden al margen.
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