“Ser joven y no ser revolucionario, es una contradicción hasta biológica” – escribió Salvador Allende.
Hago esta cita, porque los jóvenes, en su andar para descubrir el mundo, son inquietos, una inquietud que se mueve entre la sobreprotección de los padres y no pocas veces de los docentes y la exigencia de la vida. Queremos que aprendan, que descubran, pero con el menor sacrificio posible, un sacrificio imposible.
Escribí en la colaboración anterior que “sí, suena duro, pero es así”. Una de las tareas más complejas de los padres y en la escuela es ayudar a los jóvenes que gestionen el sufrimiento. Sin sufrimiento no hay crecimiento, porque en la vida se sufre. Y esta generación de padres y madres amorosamente tibios, naufraga en ese punto.
Vivimos en una ambivalencia entre querer ayudar a nuestros hijos, enseñarlos a ser responsables, a que sepan decidir en la vida; pero de nada sirve si lo hacemos sobreprotegiéndolos, cubriendo sus tareas, todas sus necesidades, sin importar si son reales o caprichos solamente, todo para que no sufran. Debemos entender que no podemos darles todo lo que quisiéramos, porque algo les tiene que faltar.
Lidiar con esta ambivalencia corresponde muchas veces al docente. Queremos verlos grandes, independientes, firmes, adultos, intentando la maravilla de ser felices; pero cuesta, crecen tan rápido y precisan de una manera diferente a cuando eran pequeño
Cuando son pequeños, los seres humanos somos la especie más indefensa de todas las especies. El estado de indefensión es tal que, si no nos asisten, simplemente morimos. Y precisamos no solo cuidado y alimento, sino también amor.
Pero cuando crecen, y es saludable que esto ocurra, lo interesante empieza a estar por fuera de la órbita. Es justamente entonces cuando tenemos que ser lo que ellos precisan, y no lo que queremos. Pararnos justo en ese equilibrio de dejarlos ir, acompañar y, una vez más, estar cerca para cuidarlos, pero no asfixiarlos. ¡Qué tarea tan difícil del profesor!
La manera de compensar que no podemos liberarlos del sufrir es regalando momentos de emociones, esas que regresan el brillo a los ojos y restauran los corazones destrozados.
En estos tiempos de celulares encendidos y miradas apagadas, los docentes tenemos el desafío de ofrecerles a nuestros alumnos la posibilidad de tener vivencias más esenciales, esas que van más allá de los aparatos.
Lo cuento siempre; les preguntaba cuáles eran los recuerdos más significativos de sus primeros años de vida. Sorprendentemente, o no tanto, las respuestas nada tenían que ver con consolas de juego, celulares, tabletas o con centros comerciales.
"El primer asado que hice fue de la mano de mi papá", “visitaba a mi abuelo a su negocio y lo ayudaba a atender a la gente”, “fue mi madre la que me enseñó a manejar”, y así sigue la lista de recuerdos en la vida de los jóvenes.
Pero para que esto ocurra es necesario que los adultos dejemos los ingredientes a mano. Si en la despensa solo hay paquetes de hamburguesas y salchichas, será imposible que ellos preparen un pastel casero. Tenemos la responsabilidad de habilitar los ingredientes que serán necesarios para que los momentos mágicos de la juventud sucedan.
Tiempo de jugar, mirarlos a los ojos, soldados de hierro, juventud que canta, instrumentos de música para descubrir juntos los sonidos de la vida. Ruedas si se puede para viajar, o alas para volar. Goles para gritar o abrazos para consolarnos cuando nuestro equipo pierde, que el fútbol es cosa de pasión. Esa es la tarea que debemos cumplir cada día.
Mostremos nuestras pasiones, compartamos las suyas, y dejemos la carretera lista para que el despegue sea de a poco, con miedo - porque no va a ser sin miedo que vuelen -, pero maravilloso, porque crecer es así, sencillamente maravilloso. Cerca para acompañarlos, lejos para no asfixiarlos.
1. No confundamos lo que piden con lo que precisan. Parece lo mismo, pero no lo es. A veces piden cosas (tecnología, adornos), pero precisan límites, afecto, tiempo de calidad. Y como vivimos taponados por la vorágine de los problemas intrínsecos al mundo adulto, el tiempo que no alcanza y demás etcéteras, no logramos darles lo que realmente precisan y nos nublamos ante lo que demandan.
2. No tomemos la palabra por ellos. En situaciones de gestión de habilidades sociales, cuando les preguntan a ellos dejemos que sean ellos los que respondan, manejemos la ansiedad de anticipación.
3. No seamos voraces. La voracidad en los adultos genera inapetencia como educadores. Diferenciemos nuestros deseos y proyecciones de los de ellos. Pongamos el oído en lo que les despierta pasión más allá de lo que deben hacer; enseñando al mismo tiempo los límites que pueden causarles un verdadero daño.
5. Soportemos, y esto es quizás lo más difícil, nuestro impulso de resolver por ellos. Este es el principal generador de jóvenes de cristal.
Hace unos años, un muchacho de 16 años, grandote y robusto me obsequió la siguiente escena familiar.
Con su madre sentada a su lado, estira la pierna derecha, la pone sobre la rodilla de la mujer y ordena: "agujetas". Las manos amorosas de su madre se dirigían a sus botas cuando mi cara y mis gestos la detuvieron.
"¿En verdad?", pregunté. Colorada ella, imperturbable él. Un muchacho con casi todas las materias del colegio bajas, muy inteligente, pero sin capacidad alguna de resolver por sí mismo. Y claro, si hasta los cordones le ataba esta mamá.
Jóvenes que tienen esa fragilidad, la de cristal, como le llaman coloquialmente; sepan que la fragilidad se transforma cuando empezamos a hacer las cosas como corresponden.
Cuanto más temprano más fácil será romper ese cascarón, vivir por vivir sus capacidades, sufrir también lo que deban sufrir para ser hombres y mujeres; apasionados, fuertes, audaces, sin temor a los retos de la vida y ser guías para otros. Algún día serán padres también.
Difícil tarea la de educar... pero que la rueda gire.
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