“Cada mentira es un veneno; no hay mentiras inofensivas. Sólo la verdad es segura. Sólo la verdad me da consuelo: es el único diamante irrompible”
León Tolsói
Todos aquellos que nacieron con las películas hollywoodenses del siglo pasado y el actual, sabrán que ante la óptica de Estados Unidos (EE. UU.) los enemigos del mundo siempre han sido los rusos. No fueron pocos los que apoyaron a Rocky Balboa contra su archienemigo soviético, Iván Drago, por poner un ejemplo.
Se estrenaba la IV edición de la saga del semental italiano el mismo año que Mijaíl Gorbachov tomó las riendas de la URSS, en 1985, quien hace unos años declaró cínicamente que su proyecto de vida fue ayudar en la desintegración de la Unión Soviética.
Si bien es cierto que el bloque socialista ya no existe y se ha considerado que esa lucha ha terminado, los constantes ataques a Rusia suponían un resurgir de la Guerra Fría, aunque algunos analistas dicen que jamás dejó de existir.
En el centenario de la Revolución Rusa, en 2017, surgieron libros al por mayor que pusieron de relieve el desenlace mortífero de ese suceso histórico, encabezado por el líder bolchevique, Lenin.
La literatura y el cine norteamericano rápidamente comenzaron a bombardearnos con propaganda antirusa en la que se muestra nuevamente a Rusia como la encarnación del mal, por lo que sigue siendo, como lo fue durante el periodo soviético, el enemigo que hay que combatir.
A la par se publicaron, aunque no con la misma difusión, obras que exhibían la imposición de la narrativa norteamericana. Es el caso del libro “Rusofobia. ¿Hacia una nueva guerra fría?” del profesor francés Robert Charvin. En él se da respuesta a la siguiente pregunta: ¿quién quiere, hoy día, diabolizar absolutamente a Rusia y por qué? Su respuesta es clara y contundente: esta diabolización forma parte de una estrategia que nos lleva hacia una nueva Guerra Fría a escala planetaria.
La primera parte de su libro analiza, con precisión, los objetivos y métodos de Estados Unidos. “Rusia no tiene bases militares propias en la frontera de EEUU, pero en cambio se ve constantemente cercada militarmente por las tropas de la OTAN en sus líneas fronterizas. Algo que la obliga, una vez más, a un caro proceso de rearme. Pero no es la única evidencia: Mientras Occidente alienta las ‘revoluciones de colores’ y promueve la independencia de Kosovo, por ejemplo, reprocha a Rusia su anexión de Crimea (región históricamente rusa), y niega la posibilidad de un referéndum a las provincias pro-rusas del este de Ucrania”, sostiene el escritor.
Charvin presagiaba que “desacreditar la resistencia de ayer sirve para diabolizar a la Rusia actual, quizás con el propósito de atacarla mañana. De hecho, es un ataque que se preparó desde la caída del Muro, y a pesar de todas las solemnes promesas de la época: los acontecimientos en Europa del Este en estos últimos años deben ser comprendidos como un cerco sistemático por una red de bases militares que se acercan cada vez más a Moscú”.
Está ampliamente documentada la estrategia mediática para generar un ambiente de repudio en contra del presidente ruso, Vladimir Putin: “no podemos abrir un periódico sin que nos machaquen con todos los defectos de Putin: un manipulador, deshonesto, agresivo, expansionista, etc”. Durante el libro Charvin recorre los prejuicios y los estereotipos de toda la literatura y la sociología occidentales de ayer y de hoy en donde la constante es: “No se puede confiar en los rusos, no son como nosotros”.
A cuatro años de la publicación del libro, vemos que Charvin tenía razón. La rusofobia está llegando a niveles tales que Marck Zuckerberg permitirá a los usuarios de Facebook e Instagram de algunos países, a que llamen a la violencia en contra de los soldados rusos o pidan la muerte de Putin, sin mencionar la serie de sanciones que están teniendo los habitantes en general, desde el deporte hasta los servicios.
Ante esta ola de violencia contra los rusos habría que recordarle al mundo cuánto le debemos a Rusia. Con todo y lo que puedan decir los medios y gobiernos occidentales, lacayos del imperialismo norteamericano, fueron 25 millones de rusos, entre el ejército rojo y población, quienes derrotaron al nazismo. Hitler perdió sus mejores tropas ante Moscú y Stalingrado, mientras que Estados Unidos sólo perdió a 400 mil (184 mil de ellos en el frente europeo).
En este libro, el lector no encontrará una apología de Putin ni de sus políticas. Ni el autor ni yo creemos que la Rusia de hoy sea un país de izquierda, ni mucho menos socialista. Pero sí creemos que Rusia tiene todo el derecho a defenderse ante los intentos de estrangulamiento por parte de Estados Unidos y la OTAN.
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