La elección presidencial de 2024 se vislumbra no muy en lontananza. Casi a la vuelta de la esquina. La inminencia de la sucesión presidencial dibuja una disyuntiva amarga que coloca a los trabajadores de México entre la espada de cartón que blande una oposición desvencijada y la pared que encarna la desastrada “cuarta transformación”: la encrucijada parece inevitable.
Algunos sostienen que la política en el mundo entero se encuentra dividida en dos posibilidades supuestamente únicas y que aparentemente se excluyen entre sí: populistas o tecnócratas. La disyuntiva parece ineludible aquí también. No hace mucho un expresidente de México puso el grito en el cielo en relación con cierta “ola de gobernantes populistas e ineptos” en Latinoamérica que contrastó de inmediato con “liderazgos decididos y capaces”. El mal resulta necesario en ambos casos. Y las masas tienen que aceptar el do ut des inexorable. Gobernantes populistas “incapaces”, o bien liderazgos “capaces antipopulares”. Escila o Caribdis.
La inminente encrucijada de 2024 parece actualizar en el caso mexicano la vieja disyuntiva que Daniel Cosío Villegas formuló mucho tiempo atrás en una larga entrevista: prosperidad material o libertad política. Cosío Villegas quiso explicar ahí que la solución de los grandes problemas de México estribaba en saber conjugar un binomio imprescindible: democracia y crecimiento económico. A su juicio, el porfiriato había significado una suerte proyecto social unilateral que había sacrificado el factor democrático en aras del crecimiento económico. Los gobiernos posrevolucionarios desde el “Apóstol de la democracia” hasta Lázaro Cárdenas hasta habían seguido en cambio el camino también unilateral de privilegiar la democracia en detrimento del crecimiento económico. Se trataba no obstante de conjuntar progreso económico y democracia.
Por supuesto que el análisis de Cosío Villegas representa una aproximación racionalista o iluminista a un problema histórico mucho más complejo que no puede resolver un rey filósofo bienintencionado que sustituya la fuerza social de las grandes masas. Desde este punto de vista esclarecedor sólo hace falta un soberano ilustrado y providente que venga a resolver desde arriba la salobre disyuntiva. Algunas investigaciones recientes revelan sin embargo que el dilema espurio permanece vigente: “hombres fuertes” o “expertos” capaces. Do ut des inevitable. Un informe de la Universidad de Cambridge (El gran reinicio: opinión pública, populismo y pandemia) contrapuso no hace mucho a “políticos antisistema” o “dirigentes radicales” con “expertos no políticos” advirtiendo que la pandemia podía representar el fin de la “ola populista de 2015-20” y el ascenso concomitante de “expertos” como “científicos” y “funcionarios públicos” que tomen decisiones importantes con base en “fuentes tecnócratas” confiables.
Neoliberalismo y populismo son vistos por tanto como dos fenómenos antagónicos y mutuamente excluyentes: el populismo se encuentra en las antípodas del neoliberalismo. Constituyen en realidad dos momentos mutuamente complementarios. El neoliberalismo es ante todo un programa intelectual que incluye ideas sobre la sociedad, la economía, el derecho, etc., etc. La más conocida de todas es por supuesto la idea neoliberal de la economía. De ahí que se considere que el neoliberalismo representa tan sólo un credo económico. Pero no se planteó de ninguna manera como un nuevo programa económico y nada más. Se presentó también como una nueva racionalidad política. El neoliberalismo no solo es un programa económico: es también un programa político.
El neoliberalismo como programa político persiguió en general el objetivo de “frenar, y contrarrestar, el colectivismo en aspectos muy concretos”, de contrarrestar las tendencias colectivistas que habían predominado en el siglo veinte. El neoliberalismo se constituyó desde su origen como una suerte de teología política que como tal transformó en primer lugar la capacidad, la lógica y las responsabilidades del Estado, y también “el pacto social entre el Estado y los ciudadanos”. La racionalidad política neoliberal consiste grosso modo en una “política antipopulista”.
La “razón” política populista representa en realidad el trasunto necesario de la “razón” política neoliberal. El político populista constituye más bien la transfiguración también necesaria del tecnócrata neoliberal. Ambas figuras aparentemente tan opuestas y divergentes convergen en cuanto se examinan sus concepciones de la economía y la política. Sustentan ambas el punto de vista de la sociedad civil que dijera Carlos Marx en las “Tesis sobre Feuerbach”: “la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad.” Expresan las dos el punto de vista de la filantropía social. Divergen sólo formalmente. Pero comparten la misma perspectiva: el político populista es en realidad la consecuencia necesaria del tecnócrata neoliberal, aunque transfigurado aquél como “amigo del pueblo”. Si el neoliberalismo constituye un fundamentalismo o doctrinarismo económico, el populismo representa un fundamentalismo o doctrinarismo político, de derecha o de “izquierda”.
Los neoliberales sólo sentían desprecio por la época precedente de los Estados bienestaristas, ignorando que las contradicciones inmanentes de la vida social de aquel periodo habían producido finalmente la sociedad neoliberal. Recíprocamente, los populistas solo han tenido odio por la época neoliberal sin comprender la solución de continuidad que representan en relación con el propio neoliberalismo.
El populismo tiene por consiguiente una visión puramente negativa del periodo neoliberal. Se articula empero como una respuesta política que enraíza en los problemas estructurales más característicos de la sociedad contemporánea. El neoliberalismo rompió vínculos políticos y sociabilidades, atomizando, disgregando el tejido social. El populismo ha permitido entonces la prestidigitación de “construir pueblo”, imbricando los hilos que el neoliberalismo destejió. El populismo practica no obstante la antigua psicología de masas que las subordina a la clase social dominante: la vieja política de masas que no reconoce la necesidad de la preparación ideológica y de la organización independiente de la clase y de las propias masas.
Populismo y tecnocracia son en realidad dos opciones que se formulan en México sobre la base de la misma clase social: la burguesía nacional. La disyuntiva es falsa y desvía la atención del verdadero problema de que los trabajadores de México carecen de una representación política propia. La falsa disyuntiva entre populismo y tecnocracia soterra un problema mucho más importante que tiene que ver con la necesidad indispensable cada vez más impostergable de construir una organización política independiente que represente los intereses históricos de las propias masas.
Una “tercera opción” gris aparece entre tanto en un horizonte político de por sí plúmbeo: la perspectiva de una candidatura ciudadana que no responda a los partidos tradicionales de la “vieja política”. Una trampa más que sólo puede engañar a los mismos incautos que alguna vez creyeron en la malhadada “tercera vía”. “Los hombres han sido siempre, en política, víctimas necias del engaño ajeno y propio, y lo seguirán siendo mientras no aprendan a descubrir detrás de todas las frases, declaraciones y promesas morales, religiosas, políticas y sociales, los intereses de una u otra clase.”
Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
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