“La poesía para Reed no era sólo escribir palabras, sino vivir la vida”.
Max Eastman
Iniciaba el siglo XX cuando el diario Cosmopolitan le hizo la propuesta a un joven periodista de 26 años de ir a México a cubrir la revuelta que se desarrollaba desde 1910, por el hambre y represión que sufrían los campesinos en manos de los terratenientes y la Iglesia.
Fue así como John Reed viajó en noviembre de 1913, llegando a Ojinaga, un poblado que estaba bajo control de Pancho Villa. Al principio existía desconfianza por parte de las tropas respecto a que un gringo tomara nota de sus actividades, pues la prensa yanqui no era bien vista por las calumnias que lanzaba contra la revolución.
La Revolución de Octubre no hubiera sido posible sin la participación de los trabajadores, que en la Rusia de ese tiempo estaban conformados por soldados, campesinos y obreros.
Casi a punto de ser ejecutado a propuesta de un soldado, un trago de alcohol de maíz lo salvó, ganándose la confianza de los campesinos, que pronto lo comenzaron a llamar “compadre” y “hermano”.
Reed recorrió junto a los Dorados, entrevistándolos en varias ocasiones. El Centauro del Norte fue agarrándole confianza hasta llamarlo “amigazo Juan”, aunque por la seguridad del invitado se negó a darle un caballo.
Sin embargo, esto no le impidió continuar, ya que consiguió un búfalo y se metió en la primera línea de fuego. Así nació México insurgente (1914), donde en el capítulo titulado “El sueño de Pancho Villa”, Reed escribe:
“Sería interesante conocer el apasionado sueño. Una vez me lo contó en estas palabras: Mi mayor ambición es pasar mis días en una de esas colonias militares entre mis compañeros que quiero, quienes han sufrido tanto tiempo y profundamente por mí. (…) Sería bueno, creo yo, ayudar a que México fuera un lugar feliz”.
Aunque no era un hombre letrado, la convicción de Villa para sacar del atraso a su pueblo no tenía ninguna duda, al grado de sobrepasar los límites con cierta temeridad, corriendo todo riesgo, como el 9 de marzo de 1916, cuando la temible División del Norte invadió el territorio norteamericano, en un evento que más tarde sería conocido como “La batalla de Columbus”, siendo la única vez en la historia que un ejército proveniente de América Latina invadiera el territorio yanqui.
Sin embargo, a pesar de haber repartido las tierras, la imposibilidad de consolidar un gobierno popular junto a Zapata para sacar a México del atraso y la dependencia económica y política se consolidó cuando lo emboscaron el 20 de julio de 1923.
Estando Reed ya en Estados Unidos, en abril de 1917, el presidente Woodrow Wilson pedía al Congreso que declarase la guerra a Alemania.
Al mismo tiempo, en Nueva York llegaba la noticia de que había estallado la revolución rusa, por lo que Reed y su compañera Louise Bryant pronto se dirigieron a la ciudad de Petrogrado.
La revolución giraba a su alrededor: había manifestaciones en las calles, los obreros tomaban las fábricas, los soldados se rebelaban contra la guerra, y los bolcheviques tomaban las riendas de la insurrección, mientras Reed hacía lo que todo “cronista concienzudo” debe hacer: “esforzarse por reflejar la verdad”.
Así, “tomó notas, conversó con soldados impacientes y con rudos obreros, entrevistó a políticos enemigos de los bolcheviques y compartió noches en armas con los guardias rojos”, material que después sería publicado bajo el nombre de Los diez días que estremecieron al mundo (1919).
“Un grupo de bolcheviques, Lenin y Trotski hicieron la revolución”; así piensa la mayoría de la gente cuando se trata de grandes eventos, como si los dirigentes fueran los creadores de tal proceso. Nada más falso. El papel de los dirigentes es importante, pero su papel es el de dar forma, canalizar y dirigir la voluntad heroica de las masas hacia su objetivo.
La Revolución de Octubre no hubiera sido posible sin la participación de los trabajadores, que en la Rusia de ese tiempo estaban conformados por soldados, campesinos y obreros.
Esto es lo que Reed recalca en cada línea, captando y mostrando, sobre todo, el heroísmo anónimo y desconocido del pueblo trabajador, verdadero protagonista del cambio.
Reed cuenta que mientras volvía del Smolny, se encontró con una multitud en la Plaza Známenskaia, frente a la estación ferroviaria Nikolái: “Miles de marineros se habían concentrado allí blandiendo sus rifles. De pie en la escalinata, un miembro de la Vikzhel –el Comité Ejecutivo del Sindicato Ferroviario de toda Rusia– suplicaba: ‘Camaradas, no podemos llevarlos a Moscú. Nosotros somos neutrales. No transportamos tropas para ninguno de los dos bandos. No podemos llevarlos a Moscú, donde hay una guerra civil terrible…’ Toda la plaza enardecida rugió. Los marineros avanzaron. De repente, se abrió una puerta de par en par y aparecieron dos o tres mozos de tren, un fogonero y alguien más. ‘¡Por aquí, camaradas! –gritaron–. Los vamos a llevar a Moscú o hasta Vladivostok, adonde quieran. ¡Viva la revolución!’”.
Con un riguroso trabajo periodístico, el autor derriba todas las falacias sobre “un golpe de Estado bolchevique”, retratando fielmente el deseo y participación de las masas rusas que no encontraban en ningún otro partido la posibilidad de conseguir sus reclamos urgentes sintetizados en las proclamas leninistas: “Paz, Pan y Tierra” y “Todo el poder a los soviets”.
En 1919, la Primera Guerra Mundial había terminado, pero comenzaba la guerra sucia contra el naciente estado obrero. Lenin y el comunismo se volvían blanco de ataques por parte de Estados Unidos y sus aliados. En el país de la libertad comenzaban las redadas de extranjeros por millares. A todo aquel que oliera a socialismo se le detenía, deportaba o reprimía con la menor sospecha.
A pesar de los obstáculos, Reed participó en la creación del Partido Comunista de los Trabajadores, asistiendo a Rusia como delegado en la Internacional Comunista.
De reunión en reunión, conferencia en conferencia, hasta que el tifus derrumbó por completo su salud. Con tan sólo treinta y tres años, con el amor a flor de piel y con la idea de la revolución siempre en la mente, John Reed falleció en un hospital de Moscú. Su cuerpo fue enterrado como un héroe cerca del muro del Kremlin.
Como dijo en 1981 el autor de La otra historia de los Estados Unidos, el politólogo e historiador Howard Zinn, el establishment nunca le perdonó a él y a sus amigos, entre los que se encontraba la escritora anarquista Emma Goldman, “que se opusieran a la militarización en una época de patriotería guerrerista, que defendieran el socialismo cuando el mundo de los negocios y el Gobierno se dedicaban a apalear y asesinar huelguistas o que aplaudieran la que, para ellos, era la primera revolución proletaria de la historia”.
Ante los últimos acontecimientos en el mundo y en nuestro país, la lectura de John Reed se vuelve más que indispensable, y mi deseo es el mismo que plasmó Lenin: que sea leído y distribuido por todos los rincones, “ya que ofrece un cuadro exacto y extraordinariamente útil, lleno de acontecimientos que tienen una gran importancia para comprender lo que es la revolución proletaria, lo que es la dictadura del proletariado”.
Al adentrarse en la vida y obra del “amigazo Juan”, quienes incursionan en la escritura también encontrarán elementos que pueden enriquecer sus trabajos en el estilo y, sobre todo, soldar el compromiso que la realidad nos exige: vivir la vida para los demás.
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