Desde el inicio de la actual administración, el tren maya, junto a los demás megaproyectos, ha sido la columna vertebral de la política nacional de desarrollo. Estas obras monumentales son tan importantes, que rigurosamente se destina una partida del presupuesto de la federación exclusivamente para garantizar su continuidad. Estos monstruos de metal y fuego engullen impersonalmente ingentes carretadas de dinero y enormes cantidades de fuerza de trabajo anónima para reproducirse y mantenerse satisfechos. Ese es el sacrificio que piden y que nuestro gobierno está dispuesto a pagar, sin importar que el precio por hacerlo sea muy alto.
Nuestras autoridades, y en este particular caso, el presidente de la República, poseído por el espíritu fáustico, se ha impuesto la penosa pero necesaria tarea de llevar el desarrollo al sureste y construir –sobre la destrucción de los ríos, los cenotes, la selva, los manglares, las comunidades y la flora y la fauna endémicas- un portentoso ferrocarril turístico para impulsar la modernización y la dinamización de la economía de esa zona geográfica, anclada en formas de vida premodernas, deshaciendo los pequeños y formidables mundos habitados por comunidades que comienzan irremediablemente a erosionarse.
Convencidas de ser portadoras de un proyecto de vanguardia en una región atrasada nuestras élites se han centrado (y solazado) en el lado amable del progreso, en el potencial transformador y urbanizador de regiones impermeables a las lindezas del capitalismo, olvidando o pasando por alto la otra cara de la moneda, el lado malo de la historia. En particular a nuestro presidente, Andrés Manuel López Obrador, en la gran comedia nacional, le ha tocado representar el heroico y trágico papel de desarrollador del sureste mexicano.
Estos proyectos, pensados idealmente para no dejar a nadie atrás, han sido concebidos e implementados desde una postura ideológica influida por lo que Marshall Berman conceptualizó como deseo de desarrollo y que –como al Dr. Fausto, personaje de la gran novela de Goethe– estableció que las grandes obras de progreso y de civilización, en última instancia, redundan en un gran beneficio para el pueblo, para la masa, para los trabajadores, que al ser tan grandioso y tan magnífico disimula la discreta y necesaria hecatombe.
La fuerza vital que anima a nuestro presidente, engalanado con la indumentaria del desarrollista fáustico clásico del siglo XX, es la convicción a prueba de fuego de que el crecimiento de la economía del país protagonizará un desarrollo garantizado a largo plazo de las fuerzas productivas que proveerán a nuestro país de un futuro esplendoroso y de un crecimiento vigoroso y continuo de la posteridad. Un poco de hambre para hoy pero mucho pan para mañana. Esta organización del desarrollo requiere, por supuesto, de una autoridad centralista que evite la diseminación de las energías de los dueños del capital y los vendedores de fuerza de trabajo en empresas más viles y más modestas.
Pero en este relato heroico que se ha construido sobre la implementación de los megaproyectos, entre los que se encuentra el Tren Maya, existen algunas grietas que, más que para dinamitar toda la retórica oficialista, las utilizaremos para asomarnos a una concepción más verdadera del desarrollo y del progreso que nos proponen las clases dirigentes. Y no es que instintivamente rechacemos la idea de progreso como un jinete oscuro del Apocalipsis, pues, como decía Terry Eagleton, el progreso forma parte del desarrollo de la humanidad y no guardamos ningún deseo de “volver a las quemas de brujas, la economía esclavista, la higiene del siglo XII o la cirugía sin anestesia”. Antes bien, nos preocupa seriamente la alternativa hacia el desarrollo tomada por la Cuarta Transformación pues ha demostrado, sistemáticamente, su rotundo fracaso en los países que la han adoptado.
El peligro al que se enfrentan los intentos desarrollistas latinoamericanos y de los países del “sur global”, es que frecuentemente, todos los esfuerzos han devenido en la represión sistemática de los trabajadores utilizados para la construcción de dicho progreso. Esto ha significado que estos proyectos, en vez de ser fáusticos sean, de nuevo recurro a Berman, pseudofáusticos. En lugar de ser proyectos de auténtico desarrollo, generalmente son proyectos de auténtico subdesarrollo. La verdadera tragedia de esta cuestión es la posibilidad de que todos los esfuerzos por desarrollar las economías y las sociedades, no sirvan absolutamente para nada.
O, dicho de otro modo: “Han sido muchas las clases dominantes contemporáneas, tanto coroneles de derecha como comisarios de izquierda, que han demostrado una debilidad fatal (más fatal para sus súbditos que para ellos mismos) por los proyectos que encarnan el gigantismo y la crueldad de Fausto sin ninguna de sus habilidades técnicas o científicas.” De alguna manera, los megaproyectos impulsados por Andrés Manuel López Obrador, son susceptibles de sortear los beneficios del desarrollo para ser únicamente utilizados para engrandecer el poder y aumentar las ganancias de los gobernantes impulsores del desarrollo “incapaces de generar un auténtico progreso que compense la miseria y la devastación real que trae consigo.”
En la última campaña mediática dirigida desde las Conferencias de Prensa (mañaneras) para mostrarnos los enormes beneficios del Tren Maya en el sureste mexicano y en la península de Yucatán, se nos ha asegurado repetidamente, que el impulso a la economía y al desarrollo de la región no atenta contra la selva, contra los ríos, contra las comunidades ni contra las criaturas míticas que cuidan las noches meridionales. Además, según esto, la iniciativa privada no será la gran beneficiada de la inversión económica, puesto que se buscará regular la situación para que los habitantes y los artesanos nativos reciban (¡sin intermediarios!) las asesorías, la derrama económica y los recursos preferentemente.
Pero el modelo de desarrollo de otros municipios y ciudades de la zona es un botón de muestra, una señal de alerta, sobre la implementación del progreso a la región. El caso de Cancún o Tulum, en donde la inversión privada ha creado una galopante desigualdad, y contribuido al despojo más descarado de la tierra de los poseedores nativos por parte de los “prometeos desarrollistas” para edificar una bellísima zona hotelera con suntuosos resorts que generan cada vez más ganancias, es parte de nuestra objeción a las maravillas que nos cuentan sobre el Tren Maya.
Aunque nuestro gobierno nos diga que no son lo mismo que las administraciones anteriores, por los testimonios no oficiales y las declaraciones de los representantes de los pueblos originarios de la región sobre los avances del Tren Maya, podemos observar un escenario bastante distinto al relato entusiasta y triunfalista que se propagan actualmente. Hay que escuchar atentamente esas voces para implementar medidas adecuadas para detonar auténtico bienestar en esa región y no ceder la (i) responsabilidad del desarrollo a un cenáculo iluminado de expertos porque nunca serán ellos las víctimas de las decisiones que se toman. Y en definitiva aceptar e impulsar nuevos modelos de socialización en “los que los hombres y las mujeres no existamos en beneficio del desarrollo, sino el desarrollo en el beneficio de la humanidad”.
* Como es evidente, este texto es una apropiación y una aproximación libre al primer capítulo del libro Todo lo Sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman, del cual tomamos prácticamente todo el andamiaje teórico y lo utilizamos para explicar un fenómeno particular de la política y la sociedad del México actual.
Aquiles Celis es maestro en Historia por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
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