“Toda persona tiene derecho al trabajo digno y socialmente útil; al efecto, se promoverán la creación de empleos y la organización social de trabajo, conforme a la ley”. (Artículo 123 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos).
La causa fundamental de la pobreza en México no es la corrupción, sino la desigual distribución de la riqueza. La precariedad laboral es una manifestación de ello. Para un jefe de familia que se encuentra sin empleo y sin la posibilidad material de proporcionar a los suyos alimento, vestido, salud, educación, y, de cuando en cuando, algún tipo de sano esparcimiento, esto se vuelve una tragedia.
Podrá soportar serenamente las más difíciles pruebas que la vida le ponga, y salir airoso, pero si hay algo, particularmente terrible, que llega a doblarlo moralmente, es la falta de empleo; permanecer semanas y meses sin trabajo y sin ingresos, regresar a casa, al final del día, sin un peso en la bolsa, tener que pedir prestado por todos lados, empeñar lo poco que tiene, esconderse de los acreedores, todo esto llega a ser tan abrumador y tan humillante, que golpea el amor propio o, como se dice ahora, la autoestima del jefe de familia y llega a afectar gravemente las relaciones conyugales y la unión familiar, pues como dice el refrán, cuando la pobreza entra por la puerta, el amor huye por la ventana.
Si aceptamos, sin conceder, las cifras maquilladas del Gobierno federal, que nos hablan de tres y medio millones de mexicanos sin empleo, y si partimos de que, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), cada familia la forman cuatro integrantes en promedio, resulta que más de 14 millones de mexicanos sufren la terrible tragedia del desempleo, con toda su horrible secuela de sufrimientos y carencias.
Sin ser economistas, ni especialistas en la materia, sabemos que el universo de desempleados y subempleados es mucho mayor. Para demostrar nuestro dicho basta recordar que medio millón de mexicanos huye cada año a Estados Unidos (EE. UU.) en busca de trabajo; que el número de adultos, jóvenes y niños, dedicados al comercio informal aumenta de manera incontenible; que día a día se saturan los principales cruceros de las grandes ciudades, con un enjambre de personas dedicadas a los más duros y denigrantes trabajos; que los individuos y bandas dedicados al narcotráfico, el secuestro, la trata de blancas y la prostitución infantil, también crecen de manera preocupante; que el número de los llamados ninis (es decir, jóvenes que ni estudian ni trabajan) se eleva a 7.5 millones; que las casas de empeño se multiplican como conejos; en fin, basta saber cuántos de nuestros parientes, amigos y vecinos son despedidos o rechazados diariamente, para comprobar que las cuentas alegres se nos dan son sólo eso, las cuentas alegres.
En un sistema como en el que vivimos, donde nuestra fuerza de trabajo está regida por la ley de la oferta y la demanda, la cantidad de puestos de trabajo se reduce peligrosamente frente al inmenso número de desempleados y subempleados que crece diariamente, en México y en el mundo; la demanda de fuerza de trabajo por parte de los empleadores disminuye drásticamente, mientras la oferta de fuerza de trabajo crece mil veces más rápido. Cualquiera sabe que, con esto, el valor de la mano de obra desciende irremediablemente; el trabajo asalariado se abarata hasta llegar a desaparecer para millones de desempleados, para los cuales, aunque suene amargo decirlo, no hay salida posible.
Pero lo más grave de todo, es que bajo el sistema capitalista en que vivimos, el flagelo del desempleo no tiene remedio. Es un mito, una quimera, esperar que, en una sociedad dividida en clases antagónicas, donde los dueños de las fábricas, el comercio y las finanzas no tienen otro Dios a quien adorar y complacer más que al ídolo de la máxima ganancia, el fantasma del desempleo pueda desaparecer algún día. Todo lo contrario.
Los empresarios no son damas de la caridad que hacen el bien sin mirar a quién. No compran fuerza de trabajo si ello no les asegura jugosas ganancias, y las promesas hasta ahora incumplidas del actual gobierno, así como los reclamos de los desocupados les importan un soberano cacahuate. Para ellos siempre será mejor y más rentable comprar una máquina que realice el trabajo de 50 obreros, que lo único que saben es pedir y pedir, mientras que aquella no se queja, ni exige, ni reclama ningún tipo de prestación. Para los capitalistas siempre será mejor invertir su dinero en negocios de bajo riesgo que les generan inmensas ganancias. Si a esto agregamos que los capitalistas mexicanos no reinvierten más que un mínimo de sus utilidades, mientras la mayor parte se la gastan en pitos y flautas, no vemos cómo y de dónde habrán de generarse tantos empleos como hacen falta.
Por todo lo anterior, no debemos cansarnos nuca de insistir en que, sólo un gobierno emanado del pueblo, que coloque en el centro de sus preocupaciones la situación de las grandes mayorías, podrá expulsar el desempleo, la miseria, la desigualdad y la injusticia de la faz de la tierra.
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