Las expresiones académicas del arte, las conocidas —me parece que hoy anticuadamente— con el término de bellas artes, no nacieron con la humanidad misma.
A esta afirmación categórica hay que hacer ahora varias acotaciones. Primero: el arte académico nace ya como un conjunto de normas, reglas, modelos a seguir y a respetar. A diferencia del canto espontáneo, la pintura rupestre asociada a un pensamiento mágico o la danza de carácter ritual, las bellas artes aparecen desde su origen mismo como una oposición sistemática a lo espontáneo y desregulado.
Segunda aclaración. Está claro que, en un sentido amplio, toda expresión humana nace, al menos germinalmente, con la aparición de la propia humanidad. Pero es necesario notar que la categoría misma de arte es ya una conceptualización bastante desarrollada. Su historia se asemeja quizá a la de la filosofía: desde su origen, mujer y hombre se cuestionaron más o menos sobre su origen, su presente y su porvenir; pero la aparición misma de la filosofía como concepto y como actividad revelan un grado del pensamiento mucho más complejo que sistematiza, categoriza, abstrae, analiza.
Volvamos. En el principio era el trabajo. Hombre y mujer cazaban, recolectaban, sembraban, criaban a los nuevos miembros. La mera supervivencia biológica ocupaba casi la totalidad de su tiempo y de sus energías; actividades como el canto o la danza tenían un carácter marginal y espontáneo. Poco a poco, con el lento paso de las generaciones, los métodos se perfeccionaron hasta alcanzar un punto en que la supervivencia estaba garantizada y comienzo a aparecer el llamado excedente de producción. Y aquí la sociedad comienza a escindirse en dos grupos, los que han de seguir trabajando —la inmensa mayoría— y los administradores, los militares, los guías religiosos en un primer momento, seguidos después por los filósofos, los políticos profesionales, los juristas, los artistas. Es el nacimiento de la superestructura.
Así que las bellas artes, casi por definición, brotan de forma natural de la superestructura. Y aquí hay que insistir en una crítica común que se esgrime sobre todo en el contexto del arte actual: si bien este campo se refiere a un circuito más o menos delimitado de academias, festivales, publicaciones, premios, críticos, etc. que legitima por diversos mecanismos el trabajo artístico dentro de la tradición llamada académica, no hay que olvidar que tal legitimación no es en absoluto artificial; el trabajo artístico es un trabajo altamente especializado y sus técnicas se ha desarrollado durante muchos siglos, y las instituciones sociales que lo rigen son eslabón de una vieja tradición que data de las civilizaciones más antiguas.
Entender este origen del arte académico como producto genuino de la superestructura ayuda a entender mejor su perfil cultural y social. Rasgos como la complicación extrema de sus procedimientos técnicos, su tendencia general hacia lo impopular, o su autoconcepción arrogante como una actividad superior a otras vienen implícitos en su propia naturaleza.
Los artistas contestatarios se revelan contra esto de diversos modos. Van Gogh, que pretendió nutrir su sensibilidad de la vida campesina de Arles, engendró un arte absolutamente incomprensible para sus contemporáneos. Beethoven admirador de las revoluciones, experimentó hacia el final de su vida el desprecio colectivo hacia sus nuevos lenguajes. Neruda coquetea con la cursilería en sus intentos por hacerse oír por todos. Silvestre Revueltas, quien afirmó que disfrutaba más la música de las rancherías que una sinfonía clásica, creó una música complejísima prácticamente ininteligible para las capas trabajadoras a quienes pretendía llegar.
La cuestión no es sencilla. La respuesta fácil de “simplificar” los lenguajes para acercarlos al pueblo se acerca peligrosamente a los pantanos del entretenimiento comercial masivo. Aparecen entonces las sagas de Hollywood en lugar del cine artístico, y el top 10 de Spotify en lugar de la música académica.
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