En el Mayab existen, aunque dicen haberlas visto también en otro mundo más antiguo, unas mariposas que parecen llovizna de sol cayendo sobre la tierra verde. Ellas anuncian, con muchos días de anticipación, la llegada de la primavera en el mes de marzo.
Pero ahora es abril y todos sabemos que abril es un mes de flores y de fiebres de amor. Algunos no lo saben, pero abril despoja de la primavera a los otros meses y se adueña de dicha estación tal como si fuese un niño mimado, disputándose un juguete con sus hermanos. Tal vez por eso y por la abundancia de flores y gorjeos, en el mes de abril se festeja el día de los niños.
Pero por qué el diez de mayo se festeja el día de las madres es algo de lo mucho que no entiendo. Y en mi simplicidad creo que las dos fiestas deberían juntarse para hacer en un día solamente, una gran celebración.
Y es que niño y madre son como dos seres en uno. No se puede decir niño sin pensar instintivamente en quien lo puso a caminar sobre el mundo. De la misma forma no se puede invocar el término de madre sin que nos venga a la memoria, como reflejo, la tierna imagen de un individuo pequeño e indefenso, casi un insecto, succionando con su frágil probóscide el néctar materno.
Entonces ¿para qué festejarlos por separado? Claro que al unir los dos festejos aumentaría el trabajo para los señores padres, pues de ellos únicamente dependería el éxito de la fiesta, aunque en su ayuda podrían acudir todos los varones mayores que no tienen hijos y desde luego aquellos que no tengan madre y que me parece somos una casi mayoría; salvo que la estadística me contradiga, pues se dice que en el país actualmente hay un niño por cada tres habitantes, pero no se precisa cuantos de esa misma población carecen de progenitora.
Quien estas líneas lean no piense que mi planteamiento se deba a que anida bajo mi pecho un alma de fiera, o a que exista algún resentimiento contra el mundo, o alguna especie de envidia o simplemente a tacañería. No, más bien mi planteamiento obedece a una genuina duda de mi conciencia.
Cuando veo en las noches del 30 de abril o en las mañanas del 11 de mayo esos enormes cúmulos de basura que están compuestos por festivos residuos de merengues, trozos de pasteles, fideos aderezados con mayonesas, servilletas de papel manchadas con toda clase de salsas, platos y vasos desechables, cucharas rotas de plástico, trozos de jamón, filetes de pescados y hasta la mitad de lo que sería un pollo, no puedo dejar de decir como Úrsula Iguarán “¡Y tanta comida tirada a los puercos!”.
Y en esos momentos pienso en los niños, pero en los del África, esqueléticos y agonizantes de hambre y pienso en aquellas madres negras de epidermis embarrada a los huesos, sin siquiera una gota de leche o una pequeña lágrima para humedecer los labios de su bebé moribundo; pero no vayamos tan lejos, pues esos seres dolientes también los podemos encontrar en cualquier zona marginada de nuestro país o de América latina.
Y todavía más. Después de que acaban esas fiestas y salimos a la calle, ahí siguen los niños jugando a la guerra entre los parques; y en el cruce de las avenidas, ahí están los niños jugando a limpiar parabrisas y haciendo girar en el aire simultáneamente tres pelotas de esponja; y en la sucia esquina de una triste colonia deambula una niña jugando a ser flor de una noche.
Y entonces me pregunto, ¿qué sacamos de tanta fiesta? Qué ganamos de tanto agasajo empalagoso y de tanto discurso desabrido. Supe de un niño arrollado en el torrente de automóviles porque andaba soñado a que era un dragón humano y corría y arrojaba fuego por su pequeña boca, ¡era fuego de verdad!, con el que a veces hacia llover monedas. Pero de pronto el fuego se convirtió en sangre y también la sangre era de verdad. Madre, he ahí a tu hijo, pronunció el médico forense cuando una mujer se acercó a reconocerlo.
Supe de una madre que drogaba a su hijo para que durmiera, para que vagara feliz por el mundo de las ilusiones mientras que ella iba a venderse a los hombres para no morir de hambre. Cierta vez cuando el niño despertó de su letargo, vio a su madre tras las rejas y escuchó la lejana voz de un juez implacable que decía: niño, he ahí a tu madre.
Y por eso dudo, por eso me pregunto si no estaremos haciendo mal con tanto festejo. ¿Qué es lo que festejamos? ¿Qué es lo que debemos celebrar? Se podrá decir que el oficio incomprendido y nunca bien remunerado de ser madre, o el derecho de nacer y ser niño, que eso es lo que debemos celebrar y yo digo que eso son patrañas. Y que no hay por qué andar celebrando al niño o a la madre un día del año, mientras durante los demás días cientos de estos seres viven y mueren en el más completo de los desamparos.
A propósito de desamparados, una tarde tropecé en un montón de libros viejos puestos a la venta, con unas palabras de Manuel Gutiérrez Nájera: “Hijos del siglo: vosotros y yo, todos somos huérfanos”.
Reconozco que hay mucho de verdad en esa sentencia, pues el hombre pobre vive en el orfanato de la miseria material y el hombre rico en la orfandad miserable del espíritu, pero no me resigno a aceptar como algo definitivo ese cruel destino, pues todavía no caigo en esa enfermedad del pesimismo.
Celebremos pues señores, con gusto, a esos seres de los que todos provenimos, la madre y el niño. No es que ahora me contradiga, ¡celebremos! lo acepto, las fiestas también a veces tienen balas.
Celebremos, luchando contra la hipocresía social que se toma fotografías desayunando tamales y atole con niños de la calle y luego se cura concienzuda, el asco de la indigestión durmiendo entres sábanas que cuestan dos millones. Celebremos cantando, mas no para felicitar sino para despertar la conciencia dormida. Celebremos no este presente de injusticia social sino la esperanza de un futuro mejor para toda la humanidad. Y que nadie nos tome por sorpresa diciendo, “yo amo y defiendo la vida, yo protegeré a tus hijos incluso aunque sean feos como un feto, pero vota por mí para la presidencia. Y yo, cuidaré de todas las madres como perro, pero dame tu voto”. Cuando escuchemos esos cantos de sirena, digamos sin titubear, ¡a otro can con ese hueso!
En el 30 de abril, los niños han desfilado frente a mi casa durante todo el día con estridencias de ave mientras que los verdaderos pájaros también han estado cantando bulliciosos siguiendo la trayectoria del sol; por el rumbo de la fresca bahía se ha estado escuchado una fiesta de pequeños loros, trinos de todas clases se escuchan por los cuatro puntos cardinales y andan mezclados en una riña ligera voladores de diversos colores. No hay duda, abril siempre se apropia de la primavera como un pequeño bandido sinvergüenza.
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