El 18% de los migrantes del mundo vive en Estados Unidos (EE. UU.): es, de lejos, la cifra más alta a nivel mundial. Sin embargo, abunda la información falsa sobre la condición de los migrantes: por ejemplo, menos de la mitad de los estadounidenses sabe que la mayoría de los inmigrantes están en EE. UU. de forma ilegal. Del mismo modo, las ideas anti-inmigrantes, mostradas al mundo en los discursos de Donald Trump, forman parte del sentido común de gran parte de los estadounidenses. Pero el problema es más profundo que esta retórica: muy pocas personas están conscientes de las raíces de la migración, y una discusión seria acerca de una solución real está ausente en toda la actividad política.
Algunos antecedentes acerca de la inmigración y el activismo asociado a esta pueden clarificar esta cuestión. El número de refugiados y asilados admitidos en EE. UU. ha fluctuado dependiendo de las circunstancias globales y nacionales. Históricamente, EE. UU. ha sido el país que ha permitido la mayor cantidad de refugiados anualmente; sin embargo, esto cambió en la administración Trump. Para ilustrar: en 1980, más de 200 mil refugiados llegaron a los EE. UU. Entre 2008 y 2017, el promedio fue de alrededor de 67 mil por año. En 2020, menos de 12 mil: una caída dramática con respecto a los años anteriores. Biden prometió revertir esta tendencia, en concreto, proponiendo la admisión de 125 mil inmigrantes para 2022.
Pero más allá de esta historia superficial acerca de la cantidad de refugiados y asilados, emerge la verdadera situación: los EE. UU. no reciben a los inmigrantes con los brazos abiertos. Por ejemplo, incluso después de firmar un tratado internacional en década de 1950 del siglo pasado a raíz del holocausto, que estipula que un asilado no puede ser penalizado por cruzar las fronteras en búsqueda de asilo sin importar la forma de cruzar, EE. UU. detiene a la mayoría de los inmigrantes en centros inhumanos por periodos indefinidos. Una vez fuera de la detención, se convierten en los trabajadores más explotados del país y la mayoría no recibe ningún tipo de beneficios gubernamentales.
Paralelamente a los cambios de tendencia en la aceptación de inmigrantes observados durante las administraciones de Trump y Biden, las opiniones con respecto a la política migratoria se polarizan peligrosamente. Por un lado, está la base nativa y anti-inmigrante, cuya postura es sencillamente el cierre definitivo de las fronteras. En contraste, la administración de Biden, representante del establishment demócrata (y parte del republicano), está abierta a inmigración limitada, pero enfoca su discurso a la necesidad de “arreglar” los que, supuestamente, son los problemas de los países expulsores de emigrantes, tales como la inseguridad alimentaria, el cambio climático y la falta de protección gubernamental.
Hay también un grupo pequeño que apoya la política de “fronteras abiertas”. Este proviene de dos corrientes políticas distintas: por un lado, la derecha libertaria, que argumenta que las personas deberían ser libres de desplazarse como les plazca, que las fronteras son líneas artificiales deteniendo a las personas de buscar una vida mejor, y que no todos los países tienen igual acceso a recursos naturales o “gobiernos democráticos”. Por otro lado, en la izquierda, activistas de la migración defienden eslóganes como “no fronteras, no naciones”, “ningún humano es ilegal” y “abolamos todas las fronteras”. Esta última perspectiva concibe los problemas de los distintos países como globales e interconectados y, por lo tanto, propone que el nacionalismo es una forma limitada de afrontarlos; que, en suma, se necesita un cambio radical, dentro del que se encuentra la abolición de las fronteras. A diferencia de la derecha libertaria, no conciben a las fronteras como líneas “arbitrarias”, sino como estructuras de poder; estructuras de nacionalismo, exclusión y división, estructuras que refuerzan las disparidades globales y vulneran la capacidad de las personas de alcanzar su potencial pleno y de las comunidades de resolver los problemas globales.
¿Podría la abolición de las fronteras resolver la crisis migratoria? Para responder esto primero debemos entender las razones subyacentes acerca de por qué la gente decide emigrar. En primer lugar, se debe a la inseguridad, pobreza, violaciones a los derechos humanos, y, cada vez más, a las consecuencias del cambio climático. La mayoría de estos fenómenos se puede atribuir a pasadas y presentes etapas del imperialismo y el consecuente desarrollo desigual de la economía mundial.
En El Imperialismo y el mundo en vías de desarrollo, Atul Kohli investiga las causas y consecuencias del imperialismo moderno. Sus principales hallazgos son los siguientes: los poderes globales practican el imperialismo a través del debilitamiento de la soberanía en los países periféricos para promover y asegurar sus propios intereses económicos. La pérdida de soberanía asociada a la sujeción imperialista se traduce en una menor probabilidad de experimentar progreso económico. Kohli encuentra una relación inversa entre sujeción al imperialismo y el desarrollo, y que la soberanía nacional es una condición necesaria –aunque no suficiente– para el desarrollo. Por ejemplo, las estrategias de industrialización requieren la aplicación de políticas económicas que en muchas ocasiones son opuestas a las de los países ricos, que prefieren economías periféricas abiertas. Países con poca o nula soberanía han sido incapaces de poner en marcha estas estrategias, y menos aún en la época del capitalismo neoliberal globalizado. Así, a pesar de que el imperialismo se presenta de muchas formas y por distintas razones, Kohli argumenta que “la compleja historia del imperialismo y el mundo en desarrollo sigue una lógica discernible: los imperialistas persiguen sus propios intereses limitando la soberanía y, por lo tanto, las perspectivas de prosperidad en los países de la periferia global”.
Como es de esperarse, las distintas formas de la prevalencia del imperialismo y sus efectos perniciosos se ven reflejados en los patrones de migración. Las potencias imperialistas establecieron (y lo continúan haciendo) acceso económico a los países periféricos: desde el colonialismo hasta los modernos acuerdos comerciales que garantizan mano de obra barata y acceso a recursos clave. Los países periféricos, pues, son dependientes de los poderes imperialistas mientras se reproduce el estancamiento económico y la pobreza dentro de sus fronteras. Históricamente, cuando países han intentado o tenido éxito en la implementación de gobiernos desarrollistas o socialistas, los poderes hegemónicos han intervenido de distintas formas: desde sanciones económicas hasta intervenciones militares directas, lo que resulta, por lo general, en crisis, estancamiento de largo plazo y violencia. Todos estos son ejemplos de cómo se manifiesta el imperialismo, tanto históricamente como en la actualidad. Todas estas manifestaciones vulneran la soberanía de los países sometidos e impiden el progreso económico y social. Y estas son, pues, las principales causas de la migración: pobreza, inestabilidad y violencia.
Las estadísticas de inmigración por búsqueda de asilo en EE. UU. ilustran estos puntos. En 2020, el top 5 de países de origen de refugiados fue: la República Democrática del Congo, Myanmar, Ucrania, Afganistán e Irak. En 2019, el top 5 estaba integrado por: China, Venezuela, El Salvador, Guatemala y Egipto. Estos países son ejemplo de distintas formas de agresión imperialista: algunos son los países más pobres de sus respectivos continentes, otros los más violentos, y otros -como Cuba y Venezuela- son víctimas permanentes de brutales sanciones económicas. Finalmente, Afganistán e Irak, países intervenidos militarmente por EE. UU.
Es importante señalar que, mientras que la política de inmigración de la administración de Joe Biden basada, supuestamente, en ir a las raíces de la migración, en los hechos opera de forma opuesta: el problema es que identifica las causas de la inmigración como algo inherente a los países de origen de los inmigrantes. No reconoce –y no podría ser de otra forma– que la causa es el orden global defendido, en primer orden, por los EE. UU. Como consecuencia lógica de este enfoque, las propuestas consisten en intervenir más en el resto de países.
Finalmente, no podemos obviar el hecho de que EE. UU. acepta a inmigrantes no solo –y ni siquiera fundamentalmente– tomando como principal criterio las condiciones en los países de origen, sino de acuerdo con sus intereses internos y geopolíticos. Así, aceptar a refugiados y asilados en EE. UU. termina siendo beneficioso material –al incorporar a fuerza de trabajo susceptible a ser súper explotada– e ideológicamente. Esto último sucede porque la política de inmigración opera como un complemento de la política exterior de los EE. UU. Antes de 1980, EE. UU. definía legalmente a los refugiados como aquéllos que exclusivamente dejaban países del antiguo campo socialista o de Oriente Medio.
Durante la Guerra Fría, EE. UU. aceptaba refugiados como una táctica para desacreditar y desestabilizar a los países socialistas y, al mismo tiempo, rechazaba aceptar a refugiados chilenos huyendo de Pinochet, y salvadoreños, guatemaltecos y haitianos escapando de las dictaduras militares derechistas. Al día de hoy, muchos migrantes en EE. UU. son los más anticomunistas. Los cubano-americanos, por ejemplo, están, en su mayoría, unidos contra el gobierno socialista de Cuba y son mucho más activos políticamente que el estadounidense promedio. La historia es similar en grupos como los armenio-americanos y vietnamitas americanos. Hasta la fecha, el camino hacia la inmigración legal y la ciudadanía es muchísimo más sencillo para personas de países socialistas u de países cuyos gobiernos se han opuesto frontalmente a EE. UU. Así se explica que, de 2010 a 2020, el 75% de los “refugiados” en EE. UU. que provenían de América Latina fueran cubanos y que, en los próximos años, los venezolanos se convertirán en uno de los principales grupos de refugiados en EE. UU.
Conscientes de todo esto, podemos preguntarnos: ¿“abolir las fronteras” es una opción políticamente viable? Aunque una gran nación mundial con libre movilidad suena bien, esta opción es imposible en un planeta caracterizado por desigualdades económicas y de poder extremas. La medida real, en el corto plazo, sería que EE. UU., y el resto de poderes imperialistas, respetaran las fronteras, es decir, respetar la soberanía de todos los países. Solo así se inicia, potencialmente, la verdadera solución a las causas de la migración. Si la soberanía de los países periféricos sigue siendo vulnerada, el único resultado posible es la reproducción de las abismales desigualdades económicas y políticas. En el contexto actual de crecientes tensiones globales y la crisis climática es más imperativo que nunca encontrar las raíces de la migración en el imperialismo global y luchar por terminar con la desigualdad brutal en el desarrollo de los países. Teniendo en cuenta, claro, que esto nunca provendrá de las clases dominantes de los países imperialistas, verdaderas beneficiarias de orden de cosas existente.
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