Si a estas alturas aún no le queda claro a qué nos referimos cuando hablamos de neoliberalismo, a pesar de tanta verborrea presidencial, no se preocupe, es un efecto natural de gobiernos que no tienen un compromiso con los más pobres: en lugar de explicarles política, se les engaña. Definamos. El neoliberalismo es, en esencia, una política económica de la clase capitalista en la era del mercado global; por eso toda la dirección de la economía está diseñada, evidentemente, para favorecerla. Y por definición, ninguna política emanada de esta doctrina beneficiará a las clases populares; por ello, el Estado, bajo esta política, abandona sus responsabilidades para con el bienestar de las clases trabajadoras; las instituciones que sirven para darle salud o educación a la población, por ejemplo, son trasladadas a la iniciativa privada. De tal modo que gradualmente los beneficios que procuraba dar el Estado como agua potable, empleo o vivienda, ahora deben adquirirse por la vía del mercado, ahora estos satisfactores dejan de ser un derecho y se convierten simplemente en una mercancía más; y las empresas que ofertan aquellos servicios son las más aventajadas, proliferan negocios de casas donde su única filosofía será la del negocio, no la de bienestar de la gente sin techo, desde luego. Su lógica no es humanitaria, sino la del business. Aunado a ello, la política neoliberal vuelca a las instituciones para que alienten y soporten la prosperidad de la clase adinerada; un ejemplo claro es cuando el Estado "rescata” (subsidia) a los bancos cuando éstos, por su desmedida ambición, quiebran. Les da dinero de los contribuyentes para volver a capitalizarlos. No sólo eso, la obra social tiene una ostensible inclinación empresarial. Los gobiernos no hacen obra pública para los marginados, por el contrario, los abandona, para emplear ese dinero en obras que estimulen las inversiones privadas; en suma, no hay equilibrio en la distribución del gasto social. Además el neoliberalismo crea un marco jurídico que les permita a los capitalistas pagar la menor cantidad de impuestos posible, apoderarse de empresas que antes eran del Estado -empresas paraestatales-, extraer recursos naturales (minas, petróleo, agua, etc.) para prosperidad de sus pingües negocios, entre otras jugosas ventajas. En pocas palabras, el Estado como ente político regulador de la desigualdad desaparece y se convierte en un llano proveedor de políticas que engorden aún más los bolsillos de los más ricos.
Ahora bien, todo este esbozo nos recuerda indudablemente los dos años de gobierno de López Obrador; su política supuesta de austeridad y el combate a la corrupción ha hecho que el Estado sea más incapaz de atender muchos problemas que, con la pandemia, se han agudizado. El presupuesto para 2021 tiene un sesgo electorero: prioriza obras tan majestuosas como inútiles; derrocha en asistencialismo y en salud el aumento es apenas simbólico. Pero, antes de esto, la actitud neoliberal se hizo palmaria con la llegada de la emergencia sanitaria: ningún tipo de asistencia social efectiva y generalizada. Incluso, si aún queda duda, doloroso es ver el sufrimiento que tienen miles de tabasqueños inundados que han atestiguado el abandono del Gobierno federal. En suma, un Estado indolente, incapaz y, eso sí, represor (véase, Ley Nieto).
En San Luis Potosí, los estragos de esta política poco social se resienten. De allí que los partidos políticos hayan establecido una coalición; pues tienen la certeza de que ante estos problemas, el electorado puede favorecerlos con su voto. No es errado pensarlo. La manera de gobernar de López Obrador ha consistido en exacerbar el centralismo presidencial. Los tres poderes de la unión están socavados. La alianza tiene ese mérito: proponerse contrarrestar ese servilismo. Pero este objetivo loable no será suficiente sin atacar las razones profundas del triunfo del morenismo: los efectos de una política económica alejada en favor de los trabajadores. De allí que los planes electorales de las fuerzas políticas potosinas deben evitar, a toda costa, crear proyectos políticos al margen de los intereses de los más pobres del estado. Si los acuerdos se mantienen in extremis entre las cúpula partidistas, el atraso lopezobradorista regresará. Las coaliciones deben abrir paso a candidaturas de arraigo eminentemente popular; no empecinarse en reciclar o revivir políticos locales o regionales que han parasitado por años en el poder público. De ser así, repetiremos un ciclo interminable: malos gobiernos, justifican gobiernos peores. Qué conste.
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