MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Miguel Alonso Vázquez, in memoriam 

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Primero comenzaba a sonar la música, selvática, inquietante y viva; en seguida, con pasos danzantes, rítmicos, aparecía el venado cauteloso, ágil, atlético, elástico. Detrás de la cautela del venado, iban, olfateando, desgarrando el aire, estridentes y siniestramente hambrientos los coyotes. El venado se detenía en un arroyo a beber agua; del agua emergía la vida en forma de música. El venado levantaba la testa coronada y el aire le traía el rumor de la jauría, se estremecían sus músculos y emprendía la majestuosa carrera por el monte abrupto y sobre el aire.

Entonces los coyotes se lanzaban ansiosos y voraces en pos del formidable, majestuoso venado, algunas veces uno de ellos lograba alcanzarlo, pero el venado lo rechazaba con sus poderosas pesuñas o con la fuerte cornamenta y salía airoso por el momento del furioso ataque una y otra vez. Pero entonces empuñando arcos y flechas aparecieron los cazadores, el paso decidido y la mirada atenta, seguían perseverantemente las huellas, los rastros de garras y pezuñas.

Los perros salvajes quedaron fuera de la cacería, los hombres cazadores rodearon al hombre venado y este haciendo acopio de sus fuerzas después del despiadado ataque, danzó emblemático, trágicamente heroico y se derrumbó estrepitosamente, convulso, angustiado, transido de dolor, como queriendo soltarse de los fríos brazos de la muerte. 

Era un 23 de febrero, estábamos en la escuela del bachillerato, acompañando a nuestras autoridades políticas en la revisión de los números culturales para la fiesta de Tecomatlán, mirábamos la danza del venado y a no más de cien metros del lugar donde estábamos otra cacería se desarrollaba, la cacería de la vida real, donde el venado era la organización Antorcha Campesina y los cazadores no pertenecían a la especie homo sapiens, sino a otra más depredadora y más sanguinaria.

Ya estaba muy entrada la mañana de ese día sábado y los activistas que pertenecíamos al equipo de Cuayuca de Andrade, nos preguntábamos porque no llegaban nuestros compañeros, pues su arribo a Tecomatlán estaba previsto para la hora del desayuno y ya era casi medio día. 

De pronto vi estacionarse por la entrada del plantel, a una camioneta conocida y de ella vi bajarse a don Miguel Alonso Vázquez, presidente municipal de Cuayuca, acompañado por otros compañeros, nada más verlos entendí que algo grave estaba ocurriendo, pues su aspecto así lo decía. 

Fui a su encuentro y la noticia era  que hubo una emboscada en el camino Débora Carrizal a Cuayuca, en la que cayeron abatidos por las balas, Paulino Uriostegui Cruz (primer activista de Antorcha asesinado), así como el campesino José Jiménez; y en un hospital, algunas horas después, murió Héctor Martínez Palacios, otros más entre los que se encontraban un niño y una joven mujer resultaron heridos. Ese fue uno de los muchos momentos difíciles que vivimos con el compañero Miguel Alonso Vázquez,  primer presidente antorchista de Cuayuca de Andrade. 

Es necesario decir que Paulino fue el primer activista asesinado, pero líderes campesinos de nuestra organización ya habían caído antes en diversos puntos de la geografía aledaña a Tecomatlán y en los meses siguientes continuaron cayendo otros más, varios de ellos precisamente en Cuayuca, donde Miguel Alonso era el primer campesino antorchista que gobernaba el lugar. Podría seguir relatando más episodios de esta historia local con lo cual se daría forma a un folleto de varias páginas, pero aquí solamente enunciaré un episodio más pues viene al caso para indicar la clase de hombre que fue don Miguel Alonso. 

Una de tantas veces salimos los dos a Puebla para realizar algunas gestiones; teníamos que llegar temprano para acudir a una cita de gobierno, motivo por el cual nos vimos en la necesidad, tomando algunas precauciones, de viajar de noche en transporte público pues la presidencia municipal no disponía de vehículos y don Miguel y yo tampoco. Llegamos de madrugada a Puebla, como íbamos limitados de dinero, pues la presidencia manejaba pocos recursos y la mayor parte de estos los empleábamos para hacer obras de beneficio social, nos vimos en la necesidad de buscar alojamiento no pagado para esperar a que amaneciera bien; entonces nos dirigimos a la Casa de Estudiantes, donde otras veces habíamos recibido hospitalidad.

Llegamos a dicho lugar y afortunadamente a pesar de la hora nos abrieron el portón y entramos como dos peregrinos; había literas nuevas pero no había cobijas, tratamos de dormir sin conseguirlo unas dos o tres horas, pues ya casi amanecía y el frío de la madrugada era implacable y desconsiderado; pero a cambio de esto llegamos puntuales a nuestra cita, no recuerdo donde tomamos alimentos, seguramente fue una acción insignificante, pero lo que sí recuerdo es que por la tarde al terminar nuestras gestiones decidimos regresar a Cuayuca, pues queríamos evitar otro frío de madrugada. 

Hacía la cabecera municipal solamente había una corrida de Puebla y no alcanzamos dicho camión. Acordamos irnos a Tehuitzingo y de ahí trataríamos de entrar a Cuayuca utilizando un taxi de los muy pocos que había en ese entonces o bien en el coche de algún amigo. Empezando la noche llegamos a Tehuitzingo, ningún taxista de los pocos que había quisieron entrar a Cuayuca, los “amigos” no estaban disponibles, alguno resultó enfermo, otro tenía compromisos urgentes que atender, otro no estaba en su casa y no se sabía cuándo iba a regresar, otro tenía el carro descompuesto y así sucesivamente, lo cierto es que nadie quería entrar a Cuayuca a esa hora y con justa razón pues el camino era de terracería, en algunas partes casi intransitable y a esto había que agregarle la posibilidad de ser asaltados pues por esos días el lugar todavía era tierra sin ley. 

Serían las once de la noche más o menos cuando don Miguel y yo, fatigados de caminar, estábamos sentados sobre una de las pocas banquetas que había, comentábamos nuestra desdichada suerte pero sin dejarnos abatir por ella y en ese momento, como para culminar una comedia, vimos venir muy lentamente sobre la carretera una vieja carcacha, si nos levantábamos y empezábamos a caminar nosotros iríamos más rápido que ella, pero la esperamos a que pasara frente a nosotros y cuando eso ocurrió, pudimos ver escrita en la defensa trasera con letras deformadas la siguiente sentencia: “es más triste andar a pie”. 

Don Miguel y yo no perdimos la compostura, nos regocijamos, nos pusimos de pie y esa noche dormimos sobre dos petates gracias a la hospitalidad de una familia humilde de las muchas que conocíamos en ese lugar. A la mañana siguiente muy temprano, pues Don Miguel como buen campesino era gran madrugador, nos levantamos para, ahora sí, entrar a Cuayuca. 

Por momentos ante las adversidades, dificultades e inconvenientes que teníamos que enfrentar, el compañero Miguel se desesperaba, en esos momentos se pronunciaba airadamente contra las actitudes poco comprometidas de algunas personas que decían estar con nosotros, más siempre se mantenían a buen resguardo mientras que las situaciones difíciles teníamos que enfrentarlas otros; pero a fin de cuentas don Miguel siempre volvía a la calma, recuperaba la cordura, porque sabía escuchar las buenas razones y siempre hacia caso a lo que nos recomendaba la organización. 

Cuayuca no era ni es, la Ínsula Barataria, ni él era Sancho Panza, era Don Miguel de la familia de los Alonso, todos ellos hombres honrados y trabajadores. El municipio era disputado por los caciques de la región, quienes lo pelearon a sangre y fuego. Fueron tres años difíciles, pero se logró consolidar la paz en la zona, los caminos se volvieron más seguros y transitables y poco a poco llegó el progreso: luz eléctrica para varios pueblos, agua potable, canchas deportivas, el teléfono en la cabecera municipal, entre otras cosas. Y aunque don Miguel no era Sancho Panza, supo demostrar que un hombre del campo puede ser un buen gobernante y pudo salir como muy pocos gobernantes salen de su gobierno, con la frente en alto, con la conciencia limpia por no haberle robado al pueblo, pues igual que Sancho Panza  al término de su gobierno, don Miguel Alonso Vázquez salió tan pobre como entró y ni siquiera pidió, como lo hiciera aquel personaje del Quijote, medio queso para el camino. 

Por eso, ahora que ha emprendido ese otro camino por el cual ya no se regresa, quiero enviar mis palabras de reconocimiento…“que también los pobres virtuosos y discretos tienen quien los siga, honre y ampare como los ricos tienen quien los lisonjee”.  Y, como se expresara él, lo digo fuerte y quedito, si son Miguel Alonso Vázquez, no hubiera sido el hombre limpio y honrado que fue, no habría vivido tantos años como vivió y aunque no ha muerto del todo pues seguirá viviendo en nuestros recuerdos… descanse ya de las fatigas de la vida Miguel Alonso Vázquez, mi compañero y amigo. Ejemplo de lo que debe ser un buen gobernante.      

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