Hace algunas semanas escribí un artículo sobre el futbol, disculpen las reminiscencias; me dejé algunas cosas en el tintero. No escribo sólo con el espíritu del hincha o como amante de este deporte. El futbol, como alguien dijo, es el espejo de todo, refleja esta realidad y, por lo tanto, es una manera relativamente certera de conocer la situación de nuestro mundo. Aristóteles decía que el ser social es un ser político y, por lo tanto, todo lo que implique la participación del ente social se transforma, incluso sin su consentimiento, en una acción política. Los que pretenden tratarlo sólo como deporte olvidan que se ha convertido en un fenómeno social de alcances inimaginables, que ha permeado en todas las ramas de la estructura y que, por lo tanto, es ahora también una acción política.
Si elijo el futbol en lugar de cualquier otro deporte, que por la naturaleza de este antes explicada, son también fenómenos sociales, es precisamente porque el futbol es el deporte de las masas por antonomasia. Lo practican en los barrios, en las favelas, en el llano y en cualquier lugar que permita hacer rodar un balón. Incluso a veces el balón, cuando la miseria lo impide, es sustituido por un bote, o una bola de papel o cualquier cosa que pueda patearse. Es el deporte del pueblo, no sólo por su atractivo artístico, sino principalmente por su sencillez. Hay actividades que están consagradas a las clases poderosas y que para el pueblo están vetadas. Nadie imaginaría nunca a un hijo de los barriales practicando golf, tenis, o frente al volante de un auto de carreras; para ello se necesita, antes que el gusto, tener con qué pagarse ese gusto. El deporte, como todo fenómeno social, contiene también el condimento de clase. El futbol es, por lo tanto, el deporte de los pobres.
Sus orígenes son todavía nebulosos. Aunque sus inicios se remonten normalmente a la Inglaterra del siglo XIX, hay evidencias de su existencia algunos siglos atrás. En los anales de la historia se encuentran referencias poco estudiadas que nos remontan hasta Roma. En una de las comedias de Antífanes se encuentra la expresión “pelota larga, pase corto, pelota adelantada”, y hay quien apunta irónicamente a que “el emperador Julio César era bastante bueno con las dos piernas, y que Nerón no embocaba una”. Las primeras referencias claras aparecen en Inglaterra, en algunos edictos que condenaban esta “infame” diversión. Eduardo II en 1314 condenaba “estas escaramuzas alrededor de pelotas de gran tamaño, de las que resultan muchos males que Dios no permita”, y fue condenado por Eduardo III en 1349 como “juego estúpido y de ninguna utilidad”. Fue prohibido, pero como todo lo prohibido, se volvió más atractivo aún para la gente. Shakespeare lo nombra también como un juego de plebeyos y en su “Comedia de los errores” hace decir a uno de sus personajes: “Ruedo por vos de tal manera. ¿Me habéis tomado por pelota de futbol? Vos me pateáis hacia allá, y él me patea hacia acá. Si he de durar en este servicio, debéis forrarme de cuero”. Es cierto que no es el mismo juego que conocemos ahora; no existían reglas y se pateaba la pelota de un lado para otro sin ton ni son. Hasta 1871 apareció el arquero y en 1872 se introdujo un árbitro. Los penales fueron decretados en 1891 para evitar que las porterías arrojaran tantos heridos y jugadores muertos.
Una vez masificado, el futbol acarreó tras de sí críticos de todas las especies. La aristocracia intelectual lo rechazaba como un deporte de ignorantes y la intelectualidad de izquierdas lo calificaba como el “opio del pueblo”, el sustituto de la iglesia medieval. Borges, el laureado escritor derechista se atrevió a decir: “El futbol es popular porque la estupidez es popular”; hoy algunos pseudointelectuales lo repiten como merolicos sin comprender el fundamento de clase que esto representaba. Para quienes pretenden hacerlo pasar sólo como un vicio enajenante (algo de eso hay, pero lo abordaremos más adelante) conviene que sepan que algunos de los hinchas más insignes de este deporte fueron también hombres de gran altura: Ernesto Guevara, antes de ser conocido como el Che, presumía de sus aptitudes en el campo: “Me atajé un penal que va a quedar para la historia de Leticia”, le decía a su compañero de viaje Pedernerita, a quien apodaba así en honor al goleador de River, Adolfo Pernera; Mario Benedetti fue tal vez quien más honró este deporte en innumerables cuentos; Eduardo Galeano escribió obras sobre él; el filósofo existencialista Albert Camus lo glorificó dentro del campo, jugaba de portero porque no podía permitirse desgastar los zapatos, y Gramsci, el gran marxista italiano, fue quizá quien mejor lo describió: “Este reino de la lealtad humana ejercida al aire libre”.
Como en todos los fenómenos sociales, los mejores elementos surgen siempre de las entrañas del pueblo. El futbol no es la excepción. De las favelas brasileñas surgió Garrincha, “el hombre que más alegrías dio al futbol” (Galeano); Eusebio, el mejor jugador que ha dado Portugal aunque sus raíces estuvieran en Mozambique y que en sus orígenes fuera un lustrador de zapatos; Romario, un hombre que olvidó sus raíces pero cuyas raíces no lo olvidaron a él; Cruyff, que comenzó su carrera recogiendo envases en la cantina del club que administraba su madre; Müller, hasta hace algún tiempo el máximo anotador alemán, trabajaba 12 horas en una fábrica textil antes de ser profesional; Maradona, el hijo pródigo de Villa Fiorito y cientos más que no alcanzaría a nombrar aquí. Los hijos de los humildes han visto al futbol como una escapatoria a la difícil situación a la que la realidad los condena, haciéndolos elegir entre la miseria, la delincuencia o la gloria que este deporte puede otorgarles. Lógicamente son las excepciones las que logran escapar del abismo social.
¿Qué le pasó a este deporte popular, cuyo influjo permitía la unificación de los trabajadores en clubes mediante los cuales escapaban de los engranajes de la fábrica, cuyos héroes eran todos hijos de obreros y que al jugarlo no sólo gustaban un placer que parecía prohibido a las masas, sino que hermanaba a los hijos de una clase que la división del trabajo volvía contra sí mismos? El capitalismo vio una veta de mercantilización y se lo apropió. Los dueños de la riqueza lo convirtieron en mercancía. Los clubes fueron comprados por las grandes empresas y las televisoras lo convirtieron en espectáculo volviendo a los creadores en simples consumidores. Algunos rebeldes como Obdulio, el gran autor del maracanazo, expresó en estos momentos de transición del futbol popular al futbol comercial: “Antes a los negros nos llevaban con una argolla en la nariz. Ese tiempo ya pasó”. Manifestando su rechazo a portar en el uniforme la marca de las empresas a las que debían promocionar. “Hoy en día cada futbolista es un anuncio que juega”, dijo Galeano. La televisión se apoderó del deporte y los nuevos dueños ya no eran amantes del futbol, sino empresarios. Nació la FIFA y con ella el futbol quedó en las garras de hombres que en su vida habían tocado una pelota. Los mundiales y las competencias nacionales se vendieron al mejor postor; ya no se jugaba en las canchas sino frente a un televisor; se cerraron los espacios que pertenecían a los trabajadores y la industria vio la oportunidad de promocionar sus productos, haciendo de los clubes una empresa de la empresa mayor.
A los creadores les quedó entonces la única salida de volverse consumidores. Los hinchas cada vez se alejaron más y más del campo hasta quedar cercados en las gradas, y entonces sí, el futbol perdió su esencia. Muerto el espíritu, nació un cuerpo sin alma que buscaba, como expresara Havelange, el dueño de la FIFA: “vender un producto llamado futbol”. La enajenación se apoderó de los fanáticos y la pasión que antes sentían se transformó en alienación. Los domingos se esperan no ya para jugar, sino para descargar las frustraciones de una vida miserable. La violencia apareció en los estadios, como una compensación a la violencia de la vida diaria de los explotados. Las riñas entre fanaticadas comenzaron a dividir a la clase que en sus inicios este deporte pretendía unificar y los enemigos reales, los de arriba, fueron superpuestos por los enemigos ficticios, los de la misma clase, pero de diferentes equipos.
Hoy el futbol sobrevive casi únicamente en su forma enajenante. Es preciso rescatarlo, volverlo al pueblo y regresarle su esencia como el deporte más popular, más hermoso y unificador que ha existido. Es una creación que le fue arrebatada a las masas y que debe volver a ella. Recuperarlo consiste en practicarlo nuevamente, pero no desde un sillón frente al televisor, sino en las canchas, que si no existen deberían reclamarse. Que resurjan los artistas que desplacen a los mercenarios. Los locos bajitos como Maradona que hacían diabluras y en ellas lograban abrir grietas entre los intereses de los tecnócratas. Que se vuelva el orgullo de una clase y no artificialmente el de una nación que pretende resolver en un partido frustraciones que solo pueden resolverse en la estructura social. Es necesario pues, hacer de este hermoso deporte nuevamente una creación popular.
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