“La fórmula de «esto no lo entiende el pueblo» siempre me ha indignado profundamente: ¿Qué se quiere conseguir con ello? ¿Quién se toma el derecho de hablar en nombre del pueblo, de verse a sí mismo como la encarnación de la mayoría del pueblo? ¿Y quién sabe qué es lo que comprende el pueblo y qué deja de comprender, qué necesita y qué rechaza? ¿O es que alguien en alguna ocasión ha hecho tan siquiera una sencillísima pero honrada encuesta entre ese pueblo para ilustrarse acerca de sus verdaderos intereses, reflexiones, deseos, esperanzas y decepciones? Yo mismo soy una parte de mi pueblo. Yo he vivido con él en mi patria y yo he tenido (de acuerdo con mi edad) las mismas experiencias históricas que ellos, yo he observado los mismos procesos vitales que él y sobre ellos he reflexionado. Y también ahora, viviendo en el mundo occidental, sigo siendo un hijo de mi pueblo. Soy una pequeña gota, una partícula diminuta de él, y espero que pueda expresar sus ideas, ideas profundamente ancladas en sus tradiciones culturales e históricas”.
Estas reflexiones del prominente realizador soviético Andrei Tarkovski, expresadas en su libro “Esculpir el tiempo”, ilustran con enorme claridad las profundas preocupaciones sociales y políticas que determinaron todo su quehacer artístico. Las reflexiones filosóficas, reunidas a lo largo de los últimos quince años del cineasta, fueron publicadas en 1985 bajo el título “Esculpir el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine”. Puesto que el propio Tarkovski preparó la publicación, y a pesar de que se trata de artículos, entrevistas, conferencias y otros materiales reunidos a lo largo de varios años, el libro puede considerarse su manifiesto personal, a la vez que su veredicto definitivo sobre su obra y sobre su vida.
Dado el título de este artículo, y puesto que sucede a otro texto mío titulado “Marxismo y belleza. El juicio de Plejánov”, quisiera fundamentar la pertinencia de incluir a una de las figuras más insignes de la historia del cine en el grupo de quienes han reflexionado sobre cuestiones estéticas desde una óptica marxista, o al menos desde una perspectiva cercana a Marx.
Me interesa hacer notar que el desarrollo de la teoría estética del marxismo ha prescindido en gran medida de un elemento insustituible: la voz de los propios artistas. Con esto se comete la injusticia, y el error metodológico, de observar al artista como un objeto de estudio más o menos pasivo en el fenómeno general, en lugar de presentarlo como agente —imprescindible, mas quizá no principal— de los procesos de desarrollo del arte. Se ha llegado incluso a elevar el postulado de que la voz del artista es prácticamente irrelevante, aplastado por su obra y la posterior significación histórica y social de esta.
Este es un primer motivo para rescatar el cineasta soviético. Pero está claro que también deben presentarse elementos de carácter teórico que permitan enlazar las teorizaciones estéticas de Tarkovski con la tradición marxista.
A este respecto, me atreveré a formular la hipótesis de que Tarkovski, preclaramente, detectó con toda oportunidad la errada política soviética que censuraba temas y lenguajes según criterios directamente políticos; así que habla con bastante mesura. Figura de talla mundial, procuró formular críticas y sugerencias en un registro bastante místico, pero sin traicionar sus propias convicciones políticas y artísticas. Ya el pasaje citado al principio da cuenta de su profunda preocupación hacia el áspero problema de la apreciación del trabajo artístico por parte de las masas populares —problema que, de hecho, podría calificarse de exclusivo, además de central, de la teoría marxista del arte—. Pienso que la posteridad dio la razón al proceder de Tarkovski, al menos en el sentido de que puesto ante la disyuntiva de llevar hasta sus últimas consecuencias o su radicalismo político o su radicalismo artístico, optó por el segundo.
En sus reflexiones filosóficas, Tarkovski adopta el punto de vista del materialismo dialéctico al plantear el problema del conocimiento y de la naturaleza de la creación artística. “Toda persona —nos dice— tiende a creer que el mundo es lo que él ve y percibe. Pero desgraciadamente el mundo es completamente distinto. Sólo en el proceso de la vida práctica del hombre, la «cosa en sí» pasa a ser una «cosa para nosotros». Aquí radica también el sentido de los procesos cognitivos del hombre. El conocimiento del hombre queda limitado durante esos procesos gracias a los sentidos que le han sido otorgados por la naturaleza”. Tarkovski retoma la escuela de Marx, Plejánov y Lenin respecto a cuestiones nodales como la dimensión práctica del proceso del conocimiento o la cognoscibilidad de la realidad objetiva.
Sobre la naturaleza de la obra de arte, nos dice: “Una obra maestra es un juicio —en su validez absoluta— perfecto y pleno sobre la realidad, cuyo valor se mide por el grado en que consiga expresar la individualidad humana en relación con lo espiritual”.
Con todo, es preciso reconocer que Tarkovski nunca se declaró claramente como un marxista, como tampoco renegó jamás del ideal socialista de su patria. En sus reflexiones de “Esculpir el tiempo”, de un tono general de trágica orfandad, abundan sus referencias a otros artistas tanto del cine (Bergman, Buñuel, Kurosawa) como de la literatura rusa (Tólstoi, Dostoievski, Pushkin); pero también a Marx y Engels.
También es cierto que sus reflexiones, como él mismo las nombra, no llegan a constituir propiamente un sistema filosófico. Su propuesta estética se nutre de tradiciones tan dispares como las religiones orientales, el marxismo o el arte renacentista. Su intento por conjugar todos estos elementos en un solo sistema orgánico naufraga claramente. Y sus disquisiciones adquieren más el carácter de un manifiesto artístico que el de una obra filosófica con rigor metodológico.
Examinemos, pues, la concepción tarkovskiana sobre la belleza. ¿Qué es el arte para Tarkovski? En el ensayo titulado “El arte como ansia de lo ideal”, el realizador nos brinda varias claves para entender esta compleja interrogante: “El arte es una forma de apropiarse del mundo, una forma de conocimiento del hombre en camino hacia la «verdad absoluta»”. Y sigue: “El arte surge y se desarrolla allí donde hay esa ansia eterna, incansable, de lo espiritual, de un ideal que hace que las personas se congreguen en torno al arte”.
El tono místico de Tarkovski oscurece la esencia de sus planteamientos, especialmente al asumir una retórica semi-religiosa que presenta al arte como un medio para lo ideal, lo espiritual, la verdad absoluta, etc. Pero vale la pena penetrar cuidadosamente en sus ideas. Después de todo, la formulación de Tarkovski no se aleja mucho de aquella de Plejánov que define al arte como “un medio de contacto espiritual entre los hombres”.
En el caso del cineasta soviético se torna apremiante “terrenalizar” el tono místico y lanzar la pregunta obligada: ¿Qué es lo ideal? ¿Qué es lo espiritual? ¿Cuál es esa verdad absoluta? Al elevar Tarkovski estas categorías al nivel de meta suprema de la creatividad artística, es legítimo cuestionarle a qué se refiere exactamente.
Pero el genio calla. O, en todo caso, él mismo no llega a sistematizar una respuesta definitiva. Quizá esto no es sino precisamente la asunción de tal silencio como programa estético; como si Tarkovski asumiera que, alcanzado cierto punto en el camino del proceso de conocimiento representado por la creación artística, se encontrara una especie de “non plus ultra”, un horizonte que se desliza al tiempo que nosotros. La utopía que nos permite seguir caminando, como dijera Galeano.
Cuando avanza en sus indagaciones, Tarkovski vuelve siempre otra vez a lo ideal y, en todo caso, se detiene precisamente al llegar al punto de no retorno: cuál es esa verdad absoluta. “En el arte no se confirma la individualidad, sino que esta sirve a otra idea más general y más elevada. […] Si hablamos de inclinarse hacia la belleza, de que la meta del arte, surgido por el ansia de lo ideal, es precisamente ese ideal, no quiero decir con ello que el arte debe evitar el «polvo» de lo terreno… Todo lo contrario: la imagen artística es siempre un símbolo que sustituye una cosa por otra, lo mayor por lo menor. Para poder informar de lo vivo, el artista presenta lo muerto, para poder hablar de lo infinito, el artista presenta lo finito. Un sustitutivo. Lo infinito no es materializable, tan sólo se puede crear una ilusión, una imagen”.
Es difícil afirmar si debemos calificar a esas líneas como enigmáticas, o como simplemente contradictorias. ¿Se refiere Tarkovski a una especie de sublimación suprema de todo el “polvo de lo terreno”? ¿O se refiere, en cambio, a que tal ideal de lo infinito y lo bello solo puede alcanzar su plena dimensión en el terreno de lo material? Para el materialismo dialéctico, la creación artística presenta lo particular como medio para expresar lo general; pero esta generalidad, a su vez, solo encuentra su manifestación precisamente en una serie innumerable de fenómenos particulares. ¿Admite Tarkovski este postulado? ¿Lo niega? ¿Se enreda él mismo y tropieza con sus propias elucubraciones? Pienso que no está claro. Junto a pasajes de tono místico-religioso se encuentran otros de enorme fuerza expresiva y claridad, en los que defiende abiertamente las ideas Marx sobre la naturaleza de la creación artística y el derecho que siente como artista a exponer su trabajo ante su pueblo.
En todo caso, la perspectiva tarkovskiana, que en varios temas discrepa de la tendencia dominante entre las autoridades culturales de su tiempo, aporta puntos clave a la discusión del marxismo sobre la forma particular en que el arte ha de encarnar el principio general de ser herramienta de transformación. Ante el reclamo de que utiliza un lenguaje demasiado abstracto, incomprensible para las masas,Tarkovski enfatiza que el factor decisivo en este viejo problema es, en realidad, una labor permanente de elevación cultural del pueblo, labor que en el sistema político soviético, a su juicio, queda en manos no de los artistas, sino de los funcionarios del aparato cultural oficial. Critica la tendencia dominante en la política cultural soviética de hacer de la creación artística un mero producto propagandístico, acusando a tal mecanismo de engendrar un público acrítico y pasivo, y de ser incapaz de desarrollar la verdadera apreciación artística entre el pueblo soviético.
La función que Tarkovski asigna al arte parece ser, en efecto, todavía más precisa —y a la vez más universal— que la de la postura oficial de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas : “El objetivo de cualquier arte […] consiste en explicar por sí mismo y a su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana. Es decir: explicarle al hombre cuál es el motivo y el objetivo de su existencia en nuestro planeta. O quizá no explicárselo, sino tan sólo enfrentarlo a esta interrogante”.
El arte no decreta nada ni dicta fórmulas preconcebidas; al contrario: cuestiona, ejercita la reflexión y propicia el pensamiento crítico. Así es como el arte transforma al mundo. Quienes esperan de él una arenga contundente para las masas confunden gravemente la cuestión. El arte no es un adorno y, mucho menos, un complemento de orden práctico para las eventuales carencias del activismo político. Se trata, más bien, de un camino propio que contribuye —o no—, con sus propios medios particulares, a los esfuerzos colectivos por la transformación social.
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