Me ocurre frecuentemente que mis colegas no músicos me preguntan mi opinión “como compositor” sobre tal o cual tema de la música popular: “como compositor, ¿cuál es tu opinión sobre los corridos tumbados?”, “como compositor, ¿cuál es tu opinión sobre Rosalía?”, etcétera.
Con el paso del tiempo he optado por una respuesta diplomática y genérica que considero neutral: “Pues está bien, ¿no?”. Esta fórmula sintetizada al máximo permite, en apenas un segundo, enfatizar una cierta aprobación (puesto que el interlocutor generalmente pregunta por músicas hacia las que tiene cierto interés) seguida por el adverbio de negación, en entonación interrogativa, que introduce un tono muy sutil de duda y eventual crítica.
Es un tema demasiado complicado. Como “experto en música” puedo afirmar que los límites que pretenden defender cierto tipo de música sobre otros tipos son frágiles. Y esto aplica en todas las direcciones. Una respuesta simplificada, pero quizá definitiva, es la de apuntar que cada tipo de música cumple con una determinada función práctica: música para bailar, música para hacer aseo, música para bailar en otra situación completamente diferente, música para una determinada ceremonia, música “demasiado intelectual”, etcétera. En este sentido, la música es buena cuando funciona; es decir, cuando cumple con la función para la cual fue concebida.
Y éste es para mí el único criterio. Todo lo demás es potencialmente rebatible. Puedo sostener y demostrar, por ejemplo, que desde el punto de vista rítmico la música de Rosalía es más compleja que la de José Alfredo Jiménez, y que si analizamos la estructura formal las canciones de Bad Bunny son más complejas que las de Agustín Lara.
Pienso que otro error común al evaluar la supuesta calidad de cierto tipo de música consiste precisamente en extrapolar estas funciones. Hace algunos meses, en una entrevista en Querétaro se me preguntaba por qué antes teníamos a Beethoven y ahora tenemos narcocorridos, sugiriendo implícitamente una pendiente decadente a lo largo de varios siglos de historia de la música. Esto es una extrapolación burda que encierra varias concepciones distorsionadas: Beethoven no fue en su tiempo un fenómeno masivo —como prácticamente ningún compositor de la tradición académica—, los sucesores de la tradición romántica a la que perteneció Beethoven deben buscarse en los círculos académicos y no en los hits del momento, en tiempos de Beethoven existió también, con toda seguridad, música que reflejaba las lacras de su propia sociedad, etcétera.
Unas palabras finales sobre la naturaleza de cierta música especialmente controvertida entre quienes se consideran “de gusto educado”: corridos tumbados sobre mutilaciones, narcocorridos que glorifican episodios sanguinarios, reggaetones y traps de sexualidad explícita en extremo.
Esos tipos de música, que muchos censuramos por principio, la verdad es que representan a una buena parte de la sociedad actual, y concretamente de la sociedad mexicana. ¿Eso justifica su difusión y su promoción? Admito que no, pero eso explica por qué tales “aberraciones” han arraigado con tanta facilidad en el público. Se trata solamente de una manifestación, en el terreno de la cultura, de una sociedad para la cual tales temas se han convertido en asuntos cotidianos, quizá de primer orden. Y en esa medida, su aparición, difusión y arraigo son inevitables.
Me parece que el problema se asemeja al que plantea el materialismo histórico clásico para muchos otros fenómenos de la llamada superestructura, como la religión, el crimen o el Estado mismo: reflejo de las contradicciones de la sociedad de clases, desaparecerán gradualmente en la medida en que se extingan tales contradicciones. Y en esa medida, los decretos y las condenas morales son innecesarios.
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