El 5 de febrero de 1917 se promulgó la constitución de nuestro país. 105 años después nos preguntamos, ¿cómo ha funcionado?, ¿sigue siendo efectiva?, ¿ha perdido legitimidad? Nuestro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Alfredo Saldívar dice muy elocuentemente que gracias a la constitución debemos celebrar que el poder dimana del pueblo y se instituye para beneficio de este. No podemos estar más en desacuerdo.
Nuestra carta magna es el texto constitucional más longevo de todos los documentos constitucionales de América Latina y, aun así, en muchos sentidos fue novedosa, por ejemplo al incorporar los derechos laborales, la educación laica y gratuita, la defensa del patrimonio para el disfrute del bien común, el reparto agrario a las comunidades dueñas originarios de las tierras y un amplio abanico de libertades individuales que cambiaron significativamente la vida en común de nuestro país.
Aun con todas las bondades contenidas en la Carta Magna, en muchos momentos ha funcionado como letra muerta. Esto es porque el terreno en el que se pelean y se conquistan los derechos de las clases oprimidas y de los subalternos no es en el eje de la burocracia aséptica, en el espacio de la administración. Su campo de batallas es ni más ni menos que la lucha de clases.
Y es en este terreno en que la Constitución Mexicana ha revelado sus más estrechos límites. No solo porque de origen nació bajo la dirección de la burguesía triunfante tras el conflicto armado, sino porque una vez “institucionalizada” la revolución, y con la familia revolucionaria bien acantonada y pertrechada con sus cotos de poder limitados geográfica y económicamente, el texto constitucional se volvió un artefacto de guerra en manos de los poderosos. La ley y el derecho ocuparon su posición como instrumentos de clase. Y como una cuestión de clase, todas las conquistas de los oprimidos devinieron paulatinamente en tristes prebendas, en unas cuantas migajas.
Es por eso que la constitución mexicana resulta tan extraña, tan ajena, tan alejada al pueblo de México. Más que un reglamento común elaborado mediante contrato confeccionado entre todas las clases sociales, el texto constitucional se ha convertido en patente de corso, en propiedad privada de las clases gobernantes y de las clases dirigentes. Sin embargo, la suerte no está echada, las élites no tienen la batalla ganada de antemano. A pesar de que en algunos momentos nos parezca que todo está perdido, esto es solo un espejismo temporal pues la dominación de los opresores no es ni puede ser para siempre.
La utilización privada de la constitución mexicana por los poderosos ha alejado a las mayorías no solo de su identificación con la lucha de los oprimidos de 1910; sino del más elemental concomimiento de los derechos estipulados en ella. Derechos que nos pertenecen, pero que permanecen ocultos, esperando ver la luz sólo cuando el pueblo acuda a la lucha para su reclamo. Así, conocer los derechos sociales consagrados en la constitución, y el proceso de luchas revolucionarias necesarias para consagrarlos no es un acto de erudición estéril ni de mesianismo reaccionario. La vista al pasado debe ser, como proponía Walter Benjamin, la recuperación de las energías explosivas ocultas en un momento preciso de la historia.
Hay que arrancar la constitución de las manos de la burocracia, de los pasillos de la Secretaría de Gobernación y de los mausoleos de la Suprema Corte de Justicia de la nación. En sus manos, nuestra constitución se ha hecho de mármol; la contemplamos como una estatua, como una reliquia, como un monumento; hay que arrancar los derechos sociales de las bibliotecas de las facultades de derecho. Hay que recuperar de aquel documento lo que sirva, en lo general y en lo particular, para la emancipación de los oprimidos. Pero también hay que desechar, sin ningún tipo de consideración nostálgica, toda la memoria ignominiosa de un texto constitucional en manos de los poderosos.
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