El día de ayer, 31 de octubre, el director del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Craig Mokhiber, presentó su renuncia. El argumento: “Estamos viendo un genocidio ante nuestros ojos y las organizaciones de la ONU no parecen tener poder para poder pararlo”.
A la pasividad e impotencia del presumible aparato coordinador de las naciones en el mundo entero, el exfuncionario añadió que la ONU: “Ha fallado en su cometido de prevenir las atrocidades masivas, proteger a la población vulnerable y hacer que los responsables rindan cuentas”. Sin el manto hipócrita de la diplomacia, Mokhiber señaló a Estados Unidos, Reino Unido y los países occidentales por su complicidad en el genocidio perpetrado por Israel en Palestina.
Unos días atrás en Turquía el presidente Recep Tayyip Erdogan había advertido en un discurso multitudinario refiriéndose a la posición de Estados Unidos, Francia, Reino Unido e Israel: “Los causantes del problema, por supuesto, no quieren una solución”.
No hay que buscar el hilo negro. La referencia de Erdogan, cada vez más clara en el mundo entero, refiere a la necesidad de Occidente de crear un conflicto de tal magnitud que encubra sus fracasos en Ucrania y el resto del mundo para alimentar con sangre inocente el cuerpo del decrépito capitalismo.
La lección de Irak parece haberse incorporado a la conciencia histórica de los pueblos. Pero no nos desviemos; estas consideraciones se han hecho ya en un artículo anterior.
Ahora no sólo Erdogan, que gustaba de navegar constantemente entre dos aguas, se siente con fuerza suficiente para acusar el descaro y el cinismo del imperio genocida. En Europa, en los enclaves más importantes del capitalismo, la clase media se levanta, como sucediera ya con Vietnam e Irak, pero hoy en contingentes mucho mayores, reclamando al Imperio el alto al genocidio en Palestina.
Miles de seres llenaron las plazas de París, Berlín, Londres, Madrid, Dublín, Roma, Sarajevo, Estocolmo, Bruselas y Atenas. Los judíos mismos se reunieron a miles en la Grand Central Terminal de Nueva York primero y posteriormente en la sede del Congreso exigiendo un alto al fuego al gobierno de Benjamín Netanyahu, a quien acusan de haber usurpado el poder mediante un golpe de Estado, amparado por Estados Unidos y el ala más terrorista de las diversas facciones de poder israelitas. Pero no caigamos todavía en la tentación de analizar; ahora nos interesa centrarnos en los hechos.
Como lo señala Thierry Meyssan en su artículo “Ante nosotros se prepara un crimen. ¿Haremos algo para impedirlo?”, en Washington el pasado 18 de octubre, Josh Paul, “un alto funcionario del Departamento de Estado dimitió estruendosamente, acusando a la administración Biden de carecer de política y, en definitiva, de encubrir una limpieza étnica en fase de preparación. Josh Paul no es un funcionario cualquiera. Después de haber hecho una brillante carrera en el equipo del secretario de Defensa Robert Gates, y en el Congreso, Josh Paul, era, desde hace once años, el director de la Oficina de Asuntos Políticos y Militares. En otras palabras, era él quien validaba todos los envíos de armas”.
Occidente creó un conflicto que encubriera sus fracasos en Ucrania y el mundo, y alimentara con sangre inocente el cuerpo del decrépito capitalismo: el de Israel y Palestina.
A estos ejemplos podríamos añadir muchos más, posiblemente de menor trascendencia política pero igualmente reveladores. Daré sólo dos: La necesidad del Gobierno francés de prohibir constitucionalmente que se llevaran banderas palestinas en las calles (medida que inmediatamente anuló viendo cómo sería nada más que una cerilla que encendería un fuego mucho mayor) y el apoyo por medio de banderas y pancartas en los estadios de futbol en Europa en los que las hinchadas de Osasuna, Rayo Vallecano, Real Sociedad y sobre todo del Celtic de Glasgow, entre otros, ignorando la prohibición de la UEFA y de sus correspondientes ligas, mostraron abiertamente su apoyo al pueblo palestino.
Es cierto: estos actos de solidaridad son poco efectivos, poco trascendentes en términos reales y muchas veces, como en Europa, donde gustan tanto del oportunismo como paliativo a conciencias culpables, nada más que hipocresía. Sin embargo, lo importante, lo digno de rescatar, lo verdaderamente trascendente de todos los hechos, movimientos y reacciones antes señalados, es que es en el corazón del Imperio, en las entrañas del sistema, en donde hoy se opera un rechazo ideológico a las instituciones que por décadas representaron los intereses del capitalismo occidental. Es, ahora sí, momento de caer en la tentación de la crítica.
La lógica nos diría que, como normalmente sucede, la tarea de la resistencia, del rechazo y de llevar sobre las espaldas el peso de la verdad, correspondería a aquellos que, comprometidos con la sociedad y la humanidad en general, dedican sus vidas a la resistencia del mal mayor de nuestra época: el capitalismo en decadencia en su forma neoliberal.
Estos grupos y organizaciones que existen en el mundo entero y que se sienten hoy más que nunca respaldados por la trascendencia ecuménica de pueblos como el chino y el ruso, cumplen su labor en formas diversas a lo largo del orbe, aunque por lo general su actitud y combatividad sean encubiertas y oscurecidas por los medios nacionales e internacionales.
Hoy esta lógica parece resquebrajarse, no coincide más con los hechos. ¿Cómo es posible que en Gran Bretaña, el aliado más importante del Imperio, más de 100 mil personas hayan pedido a su propio gobierno que detenga la guerra? ¿judíos en Estados Unidos exigiendo a Biden detener el genocidio en Palestina? ¿La ONU proclamando su sentencia de muerte al reconocer su inutilidad como mediador entre las naciones y aceptar su histórico y fiel lacayismo frente a la política norteamericana?
¿El director de la Oficina de Asuntos Políticos y Militares del Gobierno norteamericano desenmascarando la política genocida del capitalismo? Ya la humanidad no se cree más la patraña de la democracia combatiendo al terrorismo, ni la de las intervenciones “salvadoras” en pueblos con políticas e ideologías diferentes a la norteamericana. Tampoco acepta de buen grado en Occidente, a pesar de la indiferencia y el egoísmo que les ha caracterizado por siglos, que se destruya una nación entera para rejuvenecer con su sangre al capital.
La realidad, como siempre, se ha terminado por imponer a la idea. La ideología dominante hace aguas y, como ha demostrado la historia, esto sucede únicamente cuando las contradicciones inmanentes al sistema se han agotado.
El esclavismo tuvo en el imperio romano, en la putrefacción de los últimos emperadores, la evidencia de su senectud. El feudalismo todavía aspiraba, después del golpe mortal dado por Napoleón a toda la superestructura feudal, a que Metternich, Alejandro I y la Santa Alianza le devolvieran su antigua gloria. Hoy no es sólo la cuestión Palestina la que está en juego, es la credibilidad del capitalismo y todas sus instituciones lo que se cuestiona.
Un genocidio que ha alcanzado la monstruosa y atroz cifra de ocho mil muertos no se puede esconder debajo de la cama ni cubrir con fingimientos e hipocresías. ¿Ha sonado la hora final del dominio occidental? No lo sabemos aún, pero la realidad nos hace presentir un cambio definitivo en el orden mundial.
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