El calentamiento global se refiere, como su nombre indica, a la tendencia de largo plazo de la temperatura del planeta a aumentar. La causa central es la creciente concentración de Gases de Efecto Invernadero (GEI) en la atmósfera, ligada, a su vez, al aumento en la actividad económica y de quema de combustibles fósiles a mediados del siglo XX (IPCC, 2014). Las consecuencias han sido y seguirán siendo devastadoras: la degradación medioambiental, los desastres naturales, la inseguridad alimentaria y los problemas de acceso al agua son algunas de las más graves. El consenso científico es que es imposible detener la crisis climática si el planeta no transita a un estado de cero emisiones netas de carbono; este estado consiste en que ningún país ponga más carbono generado por la actividad humana que el que la atmósfera elimina de ella. El elemento clave para llegar a las cero emisiones netas es la descarbonización; esto es, la transición de sistemas de energía que producen dióxido de carbono y otros GEI hacia energías limpias.
Así, en respuesta a la crisis climática, la descarbonización durante las siguientes décadas se vuelve impostergable; en el mejor de los casos con una trayectoria hacia las cero emisiones netas para 2050. Mientras mayor sea la espera, más irreversible se volverá la crisis y sus consecuencias. Y, a pesar de ello, el mundo no se mueve en a la dirección correcta. Al menos no por el momento. Por un lado, los líderes de los países ricos o de todos los países se reúnen periódicamente para decretar acuerdos “globales” que nadie -o muy pocos- terminan cumpliendo. Por otro, a los individuos se les invita a “volverse verdes” en sus decisiones de consumo, adoptando una dieta basada en plantas, deshaciéndose de sus automóviles y evitando tener hijos; mientas un puñado de gigantes corporativos hace todos estos esfuerzos irrelevantes. Lo que se necesita, por el contrario, es acción colectiva y no-mercantil a gran escala: algo diametralmente opuesto a la forma de gobernanza neoliberal dominante en el mundo. Sin esto, la descarbonización parece poco probable. Pero cuando además incorporamos consideraciones de equidad y justicia social y ambiental al proceso de descarbonización, se vuelve simplemente imposible. La industria eléctrica en los Estados Unidos sirve para ejemplificar este punto.
La energía eléctrica representa aproximadamente el 30% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero en EE. UU., por lo que la reducción de emisiones en este sector es un elemento crucial del programa de descarbonización. Los GEI son un tipo de contaminación que no importa en donde se generen: las consecuencias para el clima en la Tierra son las mismas. Por eso, se afirma que los GEI son un mal “público” global.
En contraste con este efecto global indistinto de los GEI, el impacto de emisiones de otros peligrosos contaminantes asociados a los GEI es geográficamente localizado. La quema de combustibles fósiles, incluido el gas natural, genera materia particular primaria y secundaria como óxidos de nitrógeno y precursores de ozono. Estos se denominan contaminantes derivados. A diferencia del daño global provocado por el dióxido de carbono, estos contaminantes derivados tienen efectos principalmente locales y regionales, dañando diferencialmente a las poblaciones y ecosistemas de acuerdo con su distancia (entre otros factores) de la fuente de contaminación. Estos daños no son menores; se estima que la contaminación del aire mata a casi 9 millones de personas por año en todo el mundo, lo que la convierte en una de las principales causas a nivel mundial (Lelieveld et al., 2020). Además de esto; la exposición a la contaminación del aire está asociada al agravamiento del asma, el enfisema y otras enfermedades obstructivas crónicas (EPOC) y cardiovasculares. En suma, deterioro de la calidad de vida e incluso la muerte son los costos de la exposición a los contaminantes derivados de las emisiones de GEI.
La descarbonización de las emisiones por generación de electricidad, por lo tanto, traería consigo la reducción de estos peligrosos co-contaminantes. El nivel de estos beneficios varía entre las plantas, dependiendo, entre otros factores, del tipo de combustible, las tecnologías de reducción de contaminación y su ubicación. Las estimaciones del valor de los cobeneficios de la calidad del aire los sitúan en el mismo orden de magnitud que el beneficio de la reducción de GEI según los procedimientos de valoración utilizados por organismos oficiales como la Agencia de Protección Ambiental de EE. UU. (Dedoussi et al., 2019).
El carácter localizado de los cobeneficios, pues, plantea cuestiones críticas de justicia distributiva en la política climática, que pueden pasarse por alto si nos centramos exclusivamente en las emisiones de GEI. Dónde y cómo se produzca la descarbonización afectará profundamente la distribución de los cobeneficios, así como su magnitud. Algunos cambios en la ubicación de las actividades que emiten GEI, como mover la generación de electricidad a plantas que generan menos CO2 por hora/kilovatio, puede exacerbar los puntos críticos de generación de contaminantes derivados y dañar a las poblaciones que viven cerca de los sitios de mayores actividades.
Esto es particularmente importante porque, en Estados Unidos, por ejemplo, está bien documentado que las personas de color y comunidades de bajos ingresos son quienes soportan desproporcionadamente la exposición a la contaminación del aire, así como a los contaminantes derivados provenientes de las plantas generadoras de electricidad (Ash et al., 2009; Boyce & Pastor, 2013; Richmond-Bryant et al., 2020). Procesos sociales, económicos y políticos discriminatorios, y otros propios del desarrollo capitalista, han ubicado sistemáticamente actividades contaminantes, como plantas industriales e instalaciones de eliminación de desechos, o la generación de energía eléctrica con quema de combustibles, cerca de comunidades de color y bajos ingresos. Procesos similares han negado sistemáticamente a las personas marginadas el acceso a viviendas en lugares menos expuestos: éstas están reservadas para las clases altas.
Un estudio reciente, por ejemplo, examinó cómo la incorporación de objetivos de justicia ambiental (quién se beneficia y perjudica de la contaminación del aire) afectaría el curso de la descarbonización en el sector eléctrico de EE. UU. Usando una simulación de programación lineal de generación de electricidad, los autores comparan diferentes objetivos de emisiones de carbono y contaminantes derivados. Los resultados muestran que es factible alcanzar objetivos relacionados con la calidad del aire y la justicia ambiental en el proceso de descarbonización para el sector eléctrico estadounidense. Sin embargo, los resultados también muestran que es necesario que estos criterios de justicia ambiental se incorporen explícitamente en el plan. Una política de descarbonización que no incluya explícitamente estos criterios podría empeorar los daños a la salud humana y la desigualdad ambiental (Diana et al., 2021).
Aunque este estudio se centra en la generación de electricidad en los EEUU, los resultados básicos son válidos en general: confiar en una sola métrica (emisiones de carbono, en este caso) para abordar problemas complejos y con tanto en juego no dará solución real al problema planteado. Imponer objetivos de carbono a través de mecanismos de mercado puede, teóricamente, ayudar a conseguir la descarbonización. Pero, en ausencia de coordinación a gran escala, son las vastas mayorías de las masas trabajadoras quienes sufrirán las consecuencias, incluso en el país más rico y poderosos del planeta.
La coordinación no-mercantil a gran escala es necesaria para resolver la crisis climática, y más aún para hacerlo de una forma equitativa. En ese contexto, es necesario preguntarse: ¿qué han mostrado las últimas cuatro décadas de neoliberalismo acerca de la posibilidad de implementarlo? La respuesta es clara: no podemos esperar que la clase dirigente vaya en contra de lo que ha pregonado y defendido desde siempre: la confianza ciega en el mercado y el total desprecio por la desigualdad que éste genera. La resolución de la crisis ambiental, pues, no es solo, y ni siquiera fundamentalmente, un problema técnico, sino político: es un problema que cae en el dominio de la lucha de clases.
Ash, M., Boyce, J., Chang, G., Pastor, M., Scoggins, J., & Tran, J. (2009). Justice in the Air: Tracking Toxic Pollution from America’s Industries and Companies to Our States, Cities, and Neighborhoods. Political Economy Research Institute and Program for Environmental and Regional Equity.
Boyce, J. K., & Pastor, M. (2013). Clearing the air: Incorporating air quality and environmental justice into climate policy. Climatic Change, 120(4), 801–814. https://doi.org/10.1007/s10584-013-0832-2
Dedoussi, I. C., Allroggen, F., Flanagan, R., Hansen, T., Taylor, B., Barrett, S. R. H., & Boyce, J. K. (2019). The co-pollutant cost of carbon emissions: An analysis of the US electric power generation sector. Environmental Research Letters, 14(9), 094003. https://doi.org/10.1088/1748-9326/ab34e3
Diana, B., Ash, M, & Boyce, J.K. (2021). Green for All: Integrating Air Quality and Environmental Justice into the Clean Energy Transition. https://peri.umass.edu/economists/michael-ash/item/1408-green-for-all-integrating-air-quality-and-environmental-justice-into-the-clean-energy-transition
Lelieveld, J., Pozzer, A., Pöschl, U., Fnais, M., Haines, A., & Münzel, T. (2020). Loss of life expectancy from air pollution compared to other risk factors: A worldwide perspective. Cardiovascular Research. https://doi.org/10.1093/cvr/cvaa025
Richmond-Bryant, J., Mikati, I., Benson, A. F., Luben, T. J., & Sacks, J. D. (2020). Disparities in Distribution of Particulate Matter Emissions from US Coal-Fired Power Plants by Race and Poverty Status After Accounting for Reductions in Operations Between 2015 and 2017. American Journal of Public Health, 110(5), 655–661. https://doi.org/10.2105/AJPH.2019.305558
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