La sensación de vacío que sentía en el estómago la despertó; sin perder un instante, se incorporó y volteó la mirada a su derecha. En un rincón de la cama estaba su nieto, que, con los ojos abiertos por el mismo motivo que ella, esperaba atento cualquier indicación de la abuela.
El viejo aparato de radio que encendió al momento, estirando la mano, anunciaba: “Son las 7:00 de la mañana, esto es Telereportaje en su edición 24 mil 134; ‘Nadine’ y frente frío dejan afectaciones en tres municipios de Tabasco; Protección Civil emite alerta Naranja…”
—Trae la leña, murusho— ordenó, cuando el niño, de unos siete años, se incorporaba de un salto y salía corriendo. Afuera, la llovizna, que de manera intermitente cayó durante la noche, reanudaba nuevamente.
—Se mojó la leña, ma.
—¿Qué no te dije ayer que le pusieras el pedazo de lona?
—Sí le puse— contestó el infante, adelgazando la voz como queriendo llorar, previendo una dura reprimenda.
Una especie de gruñido fue la respuesta. Con más tiempo y humo que de costumbre, la leña ardió finalmente y pudo calentar algo que tenía en un oscuro utensilio de cocina, y desayunaron.
—Voy a salir a vender. Ayer se acabó el gas y necesitamos dinero— dijo la abuela.
Eran cerca de las 9:00 cuando salió de aquella casa que, en partes, alguna lámina oxidada hacía las veces de pared. El sol había asomado con timidez entre oscuras nubes y tenía que darse prisa antes de que la lluvia volviera.
En la calle, oía cómo la gente comentaba que en algunas partes del estado las casas estaban anegadas, y no había que esperar mucho tiempo —si seguían las lluvias así— para que también la suya se inundara. Pero no tenía alternativa. Ya había buscado empleo por varios días sin tener éxito. Su edad no le permitía encontrar aun a alguien que le diera ocupación.
Su hija, cansada de buscar trabajo en Villahermosa, tenía menos de quince días de haberse ido a Playa del Carmen, dejándole al niño bajo su resguardo, y aún no le depositaba nada para el sustento.
Sin saberlo, esta pequeña familia formaba parte de los más de 50 mil 300 tabasqueños desempleados, siendo los habitantes de un estado que desde el mes de julio de este año se había posicionado en el primer lugar nacional de desempleo, superando a Coahuila y Ciudad de México, según los datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE).
Ya eran casi las 11:30 y aún no había logrado vender nada. Pero alguien le había dicho que allá, más adelante, había un fraccionamiento donde podría tener mejor suerte.
Afortunadamente, el agua que en ese momento volvía a caer era de esas lluvias con finas gotitas que le permitían avanzar, caminando por las aceras para resguardarse un poco sin mayor problema.
A lo lejos, por la calle Mixteca, vio a unos jóvenes que, con la cara salpicada de mezcla, entre risas y bromas se daban prisa para terminar un muro en una de las construcciones que estaban en obra negra.
—Vendo camisas, muchacho. Así como para ustedes.
—No, mamita, ahorita queremos un pozol— dijo uno de ellos.
—Con hartísimo hielo— respondió el otro.
—Puedes verlas, ¿qué tal si te gusta alguna? Por ver no se paga.
—Allá enfrente vaya usted, allá sí le van a comprar— dijo el primero que había hablado, señalando unos condominios, al tiempo que se acercaba a la anciana— Allá sí le van a comprar— repitió.
—No; ellos compran en Liverpool— le respondió.
Sonriendo, un muchacho revisaba las prendas sin decidirse.
—¡Acércate, pues, diantre! —le gritó a su compañero.
—¿Son nuevas?— bromeó, al mismo tiempo que metía la mano a la bolsa de las camisas.
—Si quieres nuevas, vete a Plaza Sendero; a ver si te dejan entrar así como estás— dijo su amigo, soltando la carcajada.
Unos minutos antes de la 1:00 de la tarde, la anciana se retiraba del lugar, feliz de haber logrado convencer a esos alegres jóvenes que se habían solidarizado con ella, que, sin saberlo, formaba parte de los 668 mil 542 tabasqueños que trabajan por su cuenta, y que forman el 62.6 % de los empleos que existen en la entidad.
Tampoco se enteró por los noticieros la noche anterior que en el estado de Quintana Roo, otra persona, que como ella se autoempleaba, ganándose la vida con un disfraz de Optimus Prime, uno de los robots de la popular película Transformers, había ido a parar a la cárcel por unas horas, detenido por la Policía municipal, “por no tener permiso del Ayuntamiento para ejercer su trabajo”, consistente en posar al lado de los niños que quisieran fotografiarse a cambio de unos pesos.
No lo sabía porque había tenido que apagar la tele ante los rayos y truenos que acompañaban a las lluvias.
Preocupada por haber dejado solo al nieto, confiando únicamente en que la vecina “le echaría un ojo”, trataba de acelerar el paso a través de los charcos que en algunas partes ya se estaban convirtiendo en “lagunas”.
Eran ya cerca de las 2:30 de la tarde cuando emprendió el regreso, con la esperanza de encontrar a otros compradores camino a casa.
La lluvia se intensificó de repente y tuvo que detenerse afuera de una tienda a esperar que aminorara. El tiempo que perdía por no poder avanzar se le hacía una eternidad.
Seguramente ya pasaban de las 3:00 de la tarde, porque en un momento en que se asomó de nuevo el sol pudo calcular la hora y aprovechar para apresurar el paso y llegar a su domicilio.
—Abuelita, ya tengo hambre— le dijo el pequeño, ansioso, quien ya la esperaba en la puerta.
—Sólo en comer piensas, Checho— le respondió con voz áspera, pero que no podía ocultar cierta ternura. La anciana también tenía gran apetito, así que se puso a cocinar inmediatamente. En un dos por tres ya estaban comiendo.
—¿De dónde sacaste ese guineo?
—Ah, me los regaló doña esa, la de aquí enfrente. Me comí uno y te guardé ese— respondió el niño.
—Ya está pringando otra vez— dijo la abuela con pesadumbre. Si sigue así, aquí también nos va a llegar el agua hasta arriba. Dicen que en Jalapa ya se inundaron.
Eran las 5:30 p.m., pero aparentaba ser más tarde de lo normal debido a las nubes y a la lluvia tenaz. A las 8:30 de la noche, abuela y nieto ya estaban acostados, pero de vez en cuando intercambiaban alguna breve conversación.
—Abuelita, ¿el año que viene ya voy a ir a la escuela?
—¡Ya duérmete, antes de que se vaya la luz!
Las minúsculas gotas de agua golpeaban la lámina con furia, y el viento, haciendo lo suyo, hacía crujir las ramas de un guayacán ubicado en el patio. La espesa oscuridad y el canto de las ranas acabaron por arrullar a los inquilinos del humilde hogar.
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