En los años ochenta del siglo pasado, aquí en el país, al pretender adquirir una mercancía, se buscaba que fuera de preferencia extranjera. Aunque eran más caras que las nacionales, “salían más buenas”.
Así pasaba, por ejemplo, con los tenis gringos como Nike o Converse, las calculadoras y aparatos electrónicos japoneses como Casio, Panasonic o Sony, o las navajas suizas, etcétera.
El desarrollo sorprendente de China sigue asombrando al mundo entero en todos los rubros, pero sobre todo por haber sacado de la pobreza a más de 800 millones de seres humanos.
Eran en ese tiempo bastante famosas las “fayucas” que vendían los productos introducidos de contrabando al país sin pagar impuestos. Existían en todas las ciudades grandes y en las capitales de los estados, pero principalmente eran tremendamente solicitadas las del entonces D.F., hoy CDMX, como la de “Tepito” o la “Lagunilla”, donde los precios eran mucho menores que en las tiendas donde se exhibían esos mismos productos.
Era la época del boom, del capitalismo que se encontraba en auge, del imperialismo que no tardaría en derribar las barreras arancelarias para meterse a todos los rincones del mundo con sus mercancías y capitales.
Imponían, por la fuerza donde no quedaba de otra, su doctrina del neoliberalismo y la globalización. Alegaban la sacrosanta “libre competencia” y la estrecha interrelación entre los pueblos de la tierra para seguir asegurando sus intereses a nivel mundial a través del monopolio.
Hace mucho que ese monopolio ya no es ni competencia, y mucho menos libre, sino la más férrea de las sumisiones por motivos contantes y sonantes a la gran industria y el capital.
Sin embargo, ya entre todas esas mercaderías aparecían y destacaban por su bajo precio las provenientes de China. Por útiles y baratas, eran muy accesibles para quienes no contaban con muchos recursos, aunque maliciosamente se les atribuía una baja calidad comparativa.
Hoy la cosa ha cambiado radicalmente. La realidad se mueve, tanto la natural como la social: evoluciona de acuerdo con sus propias leyes, independientemente de las ideas o los deseos de los hombres.
Hoy basta salir a la calle para apreciar la enorme cantidad de artículos de la más amplia variedad pero, sobre todo, de una alta calidad indiscutible, a precios por demás accesibles que hacen, con mucho, más llevadera la vida de los pobres.
Tales productos provienen del gigante asiático, como se le conoce a la República Popular China, un país que está, desde hace tiempo, construyendo el socialismo; adelantado en la producción de satisfactores, ciencia y tecnología.
Además, China va adelante en la construcción de una sociedad organizada de una forma diferente, sustancialmente mejor; más desarrollada y próspera, pero sobre todo mucho más justa y equitativa.
Sin haber barrido por completo y de sopetón la propiedad privada, existe desde que hiciera su revolución en 1949, de manera preponderante la propiedad social.
Es un país dirigido por el partido de la clase trabajadora, la de los pobres, y donde el Gobierno sirve y se preocupa en serio. Actúa en beneficio de toda la sociedad, resolviendo las necesidades y problemas que se le presentan con eficacia y eficiencia.
Asimismo, sigue asombrando al mundo entero por su desarrollo sorprendente en todos los rubros. Sobre todo, por haber sacado de la pobreza en muy poco tiempo a más de 800 millones de seres humanos y erradicado de su territorio la pobreza extrema.
Todo ha sido, como lo explica en su importantísimo libro Gu Hailiang, Cómo el marxismo transforma el mundo, gracias a la aplicación del materialismo histórico dialéctico. Sus creadores, Marx y Engels, señala el autor, basándose en los patrones objetivos del desarrollo social, opinaban que el desarrollo de la sociedad humana, así como el de la naturaleza, tiene sus propias leyes objetivas.
Develando esas leyes, podríamos comprender correctamente el pasado, aprovechar el presente y aportar una orientación al futuro.
Desde luego, China no ha sido la única. A mi parecer, es un ejemplo bastante exitoso y aleccionador para los que desean una sociedad justa y equitativa, sin guerras, sin dominadores ni dominados, sin explotadores ni explotados.
El de China es un modelo donde el hombre vuelve a ser hermano del hombre, como lo fue también el experimento impulsado por la Unión Soviética, del que, sin duda, todo el mundo puede y debe aprender.
Sin embargo, hoy que el éxito económico, social, científico y tecnológico y sus logros políticos hablan en voz muy alta en favor de la República Popular China y su partido dirigente, también se vuelve imprescindible dirigir la mirada y prestarle toda la atención en aras de aprender.
En la medida de lo posible, y con todas las proporciones guardadas, se puede avanzar por donde ya otros han demostrado que se puede hacer. Creo, como Gu Hailiang, que la respuesta está, sin duda, en el estudio de la teoría científica de la realidad.
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