Forma y contenido son dos categorías filosóficas fundamentales. Se relacionan íntimamente con categorías también fundamentales como fenómeno y esencia. “Toda ciencia estaría de más, si la forma de manifestarse las cosas y la esencia de éstas coincidieran directamente”, explica Marx. Resulta evidente que la ciencia no sale sobrando en tanto en cuanto la esencia de las cosas no coincide directamente con su forma de manifestarse. La categoría de esencia indica precisamente que lo sensible o fenoménico no constituye toda la realidad. Que el medio social y material no se reduce a su parte sensible o fenoménica y que la médula de las cosas se halla más allá de su superficie sensible. La esencia de los fenómenos no se mueve entonces en el plano aparente e inmediato de las formas (muchas veces incluso “las apariencias engañan”), sino en uno mucho más profundo e inaparente. Dar con ella exige un bisturí mucho más sutil y penetrante que la lógica de las formas.
¿Y qué expresa la categoría de contenido? Expresa en términos generales que el significado profundo y verdadero de los fenómenos sociales y materiales ha de buscarse más allá de la forma que revistan (recordar si no a la mona vestida de seda). De ahí la importancia crucial de las categorías de forma y contenido cuando se trata de separar la cizaña del trigo o de descubrir la naturaleza simiesca de monas disfrazadas de seda. Identificar forma y contenido confundiendo una con otra constituye el mecanismo que explica la fortuna de no pocos de los dispositivos ideológicos más efectivos en la actualidad, cuya eficacia deriva en general de su capacidad de meter a tirios y troyanos en un mismo costal conceptual, desviando la atención de sus diferencias de fondo y dirigiéndola exclusivamente hacia sus semejanzas formales.
Uno de los recursos más practicados por la coctelería conceptual en boga son justamente las analogías de forma. Han menudeado en realidad desde hace mucho tiempo: su proliferación data por lo menos de la revolución bolchevique de 1917, acontecimiento que apuró el surgimiento de toda una industria de producción ideológica que contrarrestara y pusiera démodé las conceptualizaciones marxistas más combativas y precisas, sustituyéndolas con conceptos light o chic (“sociedad del cansancio” o “sociedad del espectáculo” y otros por el estilo); y han sido desde entonces pasto favorito de intelectuales de toda laya. Varias figuras y figurines del mundillo académico han labrado su clamoroso prestigio intelectual acuñando alguna pomposa analogía de forma.
Menudean actualmente conceptos perfectamente ideológicos y ampliamente manoseados como los de “totalitarismo” y “populismo”, convertidos en verdaderos comodines conceptuales, buenos para absolutamente todo, pero particularmente para estigmatizar en corto y a bajo costo a todo aquel que tenga la osadía de salirse del huacal de la ortodoxia liberal. Títulos como Los orígenes del totalitarismo de Hanna Arendt, tan aplaudidos como cumbres del pensamiento verdaderamente crítico, practican analogías de forma a escala industrial. El fascista Hitler y el comunista Stalin son fulminados de un solo golpe por intelectuales como Arendt con el matamoscas del concepto de “totalitarismo”. Las diferencias de contenido entre ambos son despreciadas olímpicamente por la inteligencia “crítica” antitotalitaria. Después de todo, pontificar no cuesta nada.
El término de “populismo” se ha basado también en comparaciones de forma. Figuras políticas tan divergentes como Vladimir Putin, Jair Bolsonaro, Nicolás Maduro, Boris Johnson, etcétera, son caracterizados de “populistas”, como si efectivamente fueran una y la misma cosa y sin que importen un comino sus diferencias de fondo más ostensibles e insoslayables. ¿Qué más da si se les puede someter al borceguí ideológico de “populismo”? Nutridísimas falanges de “espíritus ultra críticos” se las gastan similarmente con conceptos como “socioimperialismo” (muy de moda en tiempos de la antigua Unión Soviética) o de “imperialismo chino”.
Las analogías de forma presentan el rasgo común e invariable de contentarse con rasgos e indicios puramente exteriores, desembocando en el sabihondo resultado de que “todos los gatos son pardos”. Las semejanzas entre las figuras públicas y tendencias políticas agrupadas mediante expedientes como “populismo” y “totalitarismo” son ciertamente innegables. Pero el contenido de dos o más fenómenos puede ser perfectamente distinto por más que su forma exterior sea indiscutiblemente análoga. Lo que habría que considerar en cada caso es el contenido o naturaleza de clase de personajes y corrientes políticas en lugar de asimilarlas e identificarlas impunemente alegando allá y acullá indicios secundarios o principios abstractos puramente de forma.
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