MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Y entonces nos dividieron 

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La desintegración del gran relato de la historia ¿Fin de la filosofía de la Historia? Parte II/II

Y entonces nos dividieron. Ya no había verdad alguna, el marxismo se mostraba como una ilusión oficialmente derrotada con la caída de la Unión Soviética, el socialismo volvía a ser utópico. Los ideólogos e intelectuales del sistema neoliberal lo desterraron de los libros de historia y lo lanzaron a la sección de ciencia ficción de las librerías. Se le persiguió y calumnió en cada rincón del planeta. Había que expulsar el único gran relato vivo y creíble a como diera lugar.

Francis Fukuyama, asesor de la administración de Reagan, fue el encargado de formalizar el fin del gran relato del siglo XX; doblaron las campanas al compás de “El fin de la historia”. Estados Unidos (EE. UU.) decretaba que no podría existir otra sociedad posible. El neoliberalismo era la etapa final del desarrollo de la humanidad y la humanidad tendría que conformarse con ello.

“Aunque la profecía de Fukuyama fue desmentida bastante pronto, su variante teórica, la posmodernidad y sus postulados, prosperó, floreció como una sospecha generalizada. Llegó la época del desencanto, de la soledad del ciudadano ante el fin de los ideales colectivos, mentiras peligrosas. ¿Qué valores defender si todos son relativos? ¿Sobre qué bases emprender una acción transformadora? ¿Qué verdad preferir?” (Evelyne Pieller). 

Cada quién podía, entonces, inventar su verdad, crear artificialmente ideas a las que ninguna realidad podría negar por más absurdas que fuesen. Dado que todo era producto de nuestras ideas y lo único absoluto era que no existía nada absoluto, la razón perdió fuerza y la irracionalidad comenzó a apoderarse del hombre y de la sociedad. ¿Qué sentido tiene conocer el mundo y estudiarlo si a fin de cuentas yo creo mi propia realidad? ¿Para qué cambiar el mundo si puedes ser feliz sólo con la fuerza de tus ideas? No es necesario cambiar nada, dejemos todo como está, si no te gusta cómo vives, existe ahora un metaverso, ahí encontraras la felicidad.

Por más elaborado y complejo que fuera este nuevo postulado, no sólo egoísta sino profundamente irracional, el hombre buscaba alternativas de socialización y colectividad. No sólo no podía negar su naturaleza, sabía que requería de los demás para existir. El que está sólo está muerto y no sólo en el sentido físico, fundamentalmente en el sentido espiritual. El redescubrimiento en las universidades del nihilismo, de Schopenhauer y de Nietzsche, no fue suficiente para sofocar ese impulso de comunidad y colectividad. 

Tampoco entre las grandes mayorías valieron las toneladas de papel desperdiciadas en libros de autoayuda, incluso las redes sociales y el internet poco pudieron hacer para extraer del individuo el impulso hacia la idea colectiva, a la unidad y al ser común. Pero ¿adónde irían a buscar la satisfacción de este impulso genérico? Lo que la división del trabajo, la competencia y el egoísmo inculcado habían provocado, tenía efectos desastrosos y, a pesar de ello, todavía quedaba el germen sin realizarse de un relato social, totalizador y unificador.

Se crearon formas alternativas de colectividad; los pequeños impulsos se convirtieron en relatos. Ya no pertenecías a un partido en el que unificabas ideales, principios y una forma de vida común. Ahora un aspecto de la vida individual te permitía llegar a los otros aunque fuese superficial y temporalmente. Así aparecieron clubes de motociclistas, hermandades de la bicicleta, fraternidades de amantes de los autos, fraternidades e incluso, en gran medida, las sectas proliferaron en todo el mundo como consecuencia de la soledad y el aislamiento al que el hombre está sometido en su vida diaria. 

Salir a pasear un fin de semana con algún tipo de colectivo, no importa qué fin o principio los unificaba, era sentirse parte de algo, de un pequeño, diminuto relato, pero algo al fin de cuentas. Aparecieron formas relativamente superiores a estos mini relatos. Se crearon organizaciones en favor de los animales, contra la contaminación, contra la propiedad incluso, y parecieron obtener alguna perspectiva de unidad cualitativamente superior. Se requería algo más de compromiso, pero, a fin de cuentas, podía ser pasajero y sólo funcionar como catalizador de esta necesidad social de unidad. La gran mayoría tenía que vivir y no podía pasarse la vida luchando por una causa que, además, sabían perdida. Así pues, ni estos relatos de cierto alcance, aunque irrealizables por los medios elegidos, lograron trascender en la consciencia social, aunque por algún tiempo otorgaran tranquilidad.  

El gran relato, el único verdaderamente unificador y esencialmente real seguía vivo, pero profundamente escondido en una maraña ideológica que creía desaparecerlo. Sólo este relato, existente desde los orígenes del hombre civilizado podía trascender razas, naciones, géneros y afinidades, al mismo tiempo que se mostraba como salida definitiva a los problemas sociales que hoy parecen, en algunos casos, irreversibles: la unidad de clase, la conciencia de clase y la organización de clase se erigen nuevamente como la contradicción definitiva y antagónica de los males individuales y sociales. 

La única diferencia, la contradicción insalvable entre clases sociales se revela hoy, más que nunca, como la salida a los problemas de la humanidad. No importa que hayan hecho sonar las campanas a duelo e invertido millones en ocultar esta contradicción esencial en la vida social. La lucha de clases sigue presente y debe ahora, con urgencia, hacerse consciente. La libertad que nos predicaron, después de siglos, ha demostrado ser la libertad del dinero, la libertad que la riqueza puede comprar; el resto de la humanidad está encadenada a una jornada de trabajo de la que por más ilusiones que le siembren, no podrá escapar. 

La igualdad existe sólo en el papel, las leyes obedecen al capital y se subordinan a la riqueza. La seguridad es una ficción, los únicos que la tienen garantizada son quienes la pueden comprar, y no sólo eso; son ellos precisamente quienes, en un mundo repugnantemente desigual, necesitan multiplicar la protección de sus propiedades y del sistema que las ampara. ¿Qué va a defender el que nada tiene? 

El gran relato existe, la filosofía de la historia tiene un sentido, pero no es, de ninguna manera, el que se vende y reproduce en la literatura moderna o en los miles de medios de enajenación existentes. La lucha de clases no ha desaparecido, ni puede hacerlo. Sólo a través de ella la humanidad dejará de ser lo que hasta ahora ha sido: un mundo en el que el hombre es el lobo del hombre. Para poder alcanzar la realización del gran relato es preciso, antes, reconocer la existencia de la diferencia. Expulsemos la prédica gastada y hoy cínicamente absurda de que los hombres somos iguales. Somos diferentes en muchos sentidos, pero la única diferencia esencial es, precisamente, la diferencia de clase. Ninguna otra nos define, ninguna otra nos determina radicalmente. La humanidad está dividida entre los que tienen y los que no; cuando los miles de millones que componemos este segundo grupo cobremos conciencia, primero de la diferencia y segundo de nuestra fuerza, entonces no sólo recuperaremos el sentido de la vida que el posmodernismo, hijo ideológico del imperialismo, ha creado; reaparecerá el gran relato y se redescubrirá el ser colectivo que hoy existe en formas apenas significativas. Con la conciencia de esta unidad de clase será posible entonces la transformación concreta del mundo y la realidad. 

Todos los metaversos y las salidas artificiales serán innecesarias y no sólo no acudiremos a observar los escenarios catastróficos que el imperialismo vislumbra en sus distopías hollywoodenses; podremos iniciar la construcción de ese mundo que hoy existe sólo en la imaginación de los hombres. Para ello, la idea de Partido debe renacer; la unidad ideológica y organizativa nos permitirá alcanzar la transformación que tanto en nuestro país como en el mundo entero la realidad reclama.

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