El día 7 de este mes fue publicado el “Reporte Mundial de Desigualdad 2022”, realizado por el World Inequality Lab, y coordinado por el economista francés Lucas Chancel (de la Escuela de Economía de París y de la prestigiosa Sciences Po), con la destacada participación de Thomas Piketty y de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, especialistas en temas de desigualdad. He aquí algunos de los resultados más relevantes.
A nivel mundial, durante 2020 la fortuna de los más ricos registró su máximo incremento desde 1995. El diez por ciento de los habitantes más ricos posee 76% de la riqueza existente (en México el 78.7%), mientras la mitad más pobre de la humanidad posee solo el 2% (en América Latina apenas el 1%). El 10% más rico se apropia del 52% del ingreso, en tanto que el 50% más pobre recibe el 8%. Entre 1995 y 2021, el 1% más rico se apropió del 38% del crecimiento de la riqueza. Hay 520 mil personas (0.01 por ciento de los más ricos), dueñas del 11 por ciento de la riqueza mundial (controlaban el 7% en 1995). Y mientras esto ocurre, como su correlato, cien millones de personas cayeron en pobreza extrema, acumulándose así un total estimado de 711 millones; 300 millones viven hambrunas o son vulnerables a ellas. En México, el 10% de la población más rica percibe ingresos mayores que la mitad más pobre, que apenas posee el 9.2%, lo que nos convierte en uno de los países más desiguales,
Frente a este crimen de lesa humanidad, Lucas Chancel propone un régimen fiscal progresivo a los supermillonarios, que aportaría a los gobiernos alrededor del 2 por ciento del PIB global, para gastarlo en los sectores más desprotegidos. Lamentablemente, advierte, el mundo marcha en sentido contrario; por ejemplo, el impuesto promedio sobre utilidades empresariales en Europa en las últimas décadas pasó de 50 a 25%, mientras que el impuesto al valor agregado, aplicado al consumo y que grava principalmente a los más pobres, subió de 17 a 21% (Le Monde, 7 de diciembre). Cobrar más a los ricos resolvería en lo fundamental los problemas más lacerantes. “El 2% de la riqueza de Elon Musk podría resolver el hambre mundial, dice el director del programa para la escasez de alimentos de la ONU […] El patrimonio neto de los multimillonarios estadounidenses se ha casi duplicado desde que comenzó la pandemia…” (CNN, 26 de octubre).
Para su correcta comprensión, los fenómenos sociales deben ser estudiados como expresión de la estructura económica, y no atribuirlos, de manera frívola, a la acción individual subjetiva de algún gobernante. El enfoque sistémico permite entender la necesidad y la lógica de los hechos, derivar soluciones de índole estructural y evitar salidas facilonas y ocurrentes, como son los remiendos sociales mal cosidos y los conjuros mágicos. Para explicar la exorbitante acumulación, con frecuencia es atribuida a la pandemia, ocultando así sus raíces profundas. La pandemia ha agudizado la desigualdad, sí, pero como catalizador de contradicciones inherentes a la estructura económica diseñada en provecho de los más ricos. La pandemia por sí misma no tendría por qué producir desigualdad, como puede verse en China, donde decreció el número de pobres, lo cual se explica por la existencia de un régimen orientado al bienestar social. China es, según el Banco Mundial, el país donde más personas han salido de la pobreza, y hoy el gobierno está acotando enérgicamente el poder de los monopolios para proteger el interés social. Lucas Chancel reconoce: “Los ingresos medios han aumentado más rápidamente en China […] que en Europa y que en EE. UU. […] Debido a este efecto, se produce una reducción de las desigualdades globales entre los que viven en China y los que viven en otras partes del mundo” (CNN, 7 de diciembre). El problema es, pues, sistémico, y México forma parte del engranaje global neoliberal, concentrador por antonomasia.
La acumulación de la riqueza fue analizada en _El Capital _por Marx, quien la identificó como una ley, propia del capitalismo e indefectiblemente asociada a él: “La ley general de la acumulación capitalista”. Descubrió que ese régimen produce abundante riqueza, pero tiende por necesidad a concentrarla. Y las crisis recurrentes (como la actual, incidentalmente provocada por la pandemia), son catalizadores. Hoy los hechos siguen confirmando la explicación de Marx, y refutan a quienes postulan la seudoteoría de la “filtración”, según la cual, al crecer, la riqueza se distribuirá automáticamente en beneficio de todos. Los datos no avalan tal idea. La verdad es que para revertir esa tendencia natural del sistema son necesarias la acción social y la intervención del Estado. También se patentiza el error de quienes, como el presidente de México, ven en la corrupción la fuente de todas las calamidades sociales, ocultando el verdadero problema: la pobreza y creciente desigualdad, que vemos florecer en estricto apego a las leyes (hechas para tal efecto).
La desigualdad en el mundo no creció tan aceleradamente mientras el capitalismo (por temor al ejemplo de la Unión Soviética y el bloque socialista de Europa oriental) compartía algo de riqueza: así ocurrió durante el Estado de bienestar, entre los años treinta y setenta; la voracidad de los monopolios era refrenada mediante legislaciones reguladoras, se generaban empleos y el presupuesto era distribuido considerando necesidades sociales. Pero aquello terminó con el advenimiento del neoliberalismo, bajo el liderazgo político de Ronald Reagan y Margareth Thatcher, y vino la desregulación, la libertad discrecional a los corporativos: sus dueños y ejecutivos ocuparon directamente los cargos gubernamentales; los impuestos fueron reducidos, y el gasto público canalizado en provecho de los corporativos, privando de apoyo a los sectores de bajos ingresos; y muy importante, fue impedida y criminalizada toda organización popular de resistencia. Hoy nos gobiernan los monopolios. Y como era esperable, el furor acumulador se desató: eso precisamente nos muestra el reporte sobre desigualdad.
Y surge la obligada pregunta: ¿hasta cuándo durará este demencial despojo a la sociedad? En mi modesta opinión, hasta que los afectados comprendan su naturaleza y verdaderas causas, y unan firmemente sus voluntades y acciones: en el partido como conciencia organizada, convertida en fuerza transformadora. Con esta podrán impulsarse acciones económicas concretas inmediatas: el esquema fiscal progresivo –recomendado por los expertos como colofón de su estudio–; orientar el gasto público no tanto a subvenciones a corporativos, sino hacia los sectores sociales de bajos ingresos, en forma de servicios públicos, escuelas y hospitales bien equipados y acceso universal a la salud. La dotación de servicios públicos es una forma de distribuir riqueza. Deben generarse empleos suficientes en el sector formal, para que los trabajadores no tengan que recurrir al empleo informal como sobrevivencia, y para que reciban salario seguro y suficiente y gocen de todas las prestaciones laborales. En fin, que las leyes, en general, acoten el poder omnímodo de los corporativos.
Retrasar la verdadera justicia económica nada resuelve; más bien complica las cosas, aumenta las tensiones y torna más explosiva la situación. No olvidemos que en su devenir la vida se abre paso. Y para garantizar la armonía social, el Estado debe aplicar una política distributiva efectiva, y permitir la necesaria acción social organizada. Tampoco olvidemos que, para ser verdadera, la democracia exige reducir la abismal brecha del ingreso, que como vemos, se ensancha día con día, y eso, nada bueno augura.
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