La aseveración de que todo monopolio cultural ataca la diversidad se desprende de una lógica lineal, sencilla e implacable. Mono: único; poleo: comerciar. El monopolio es, por definición, opuesto a lo diverso; la supresión de la variedad para poner en su lugar lo homogéneo, lo monolítico.
Es cierto que las leyes intrínsecas de la producción capitalista, alcanzado cierto grado del desarrollo de esta, desembocan inevitablemente en el monopolio en sus diversas formas: comercial, financiero, militar… El señuelo de las legislaciones antimonopolio solo demuestra que, legislaciones aparte, el monopolio se impone como la forma más efectiva y práctica del fin último del proceso productivo: la máxima ganancia. Capitales altamente concentrados y centralizados, cuyos tentáculos alcanzan todos los rincones del planeta.
¿Pero qué implicaciones particulares tiene esta dinámica general sobre la cultura? En el debate sobre la preservación cultural y del patrimonio se llegó pronto al consenso de que debe primar la diversidad. Pero acto seguido se llegó también a la gran interrogante: ¿cómo lograr preservar la diversidad, en un mundo regido por la tendencia a la homogeneización?
Se trata de una cuestión complicada, en la cual las políticas culturales de muchos países han ido de tropiezo en tropiezo durante las últimas décadas. A pesar de todos los esfuerzos, la diversidad cultural parece perder la batalla. De un lado, las instituciones promueven la creación cinematográfica local; del otro, las grandes producciones de Hollywood inundan todas las audiencias en todos los países. De un lado, se difunde el valor de las músicas tradicionales; del otro, escuchamos todos el playlist del Top 50 mundial. De un lado, las instituciones gubernamentales impulsan el uso de las lenguas originarias; del otro, se impone el pragmatismo de dominar una sola lengua general.
Los progresos de los primeros ejemplos son reales y cuantificables, pero es un avance relativo. En términos proporcionales, visto el gran universo de la cultura mundial, lo homogéneo se impone y lo diverso retrocede.
Habrá quien sostenga que toda cultura se compone de procesos inevitables de sincretismos, que así ha sido siempre y que no hay en ello nada de malo. No estoy de acuerdo. Pienso que el discurso teórico producido en los países imperialistas -sobre el cual nuestros teóricos construyen sus argumentos- oculta bajo el nombre de sincretismo lo que hasta ahora ha sido en realidad la imposición abusiva de una cultura ajena, de una cultura monolítica (la llamada occidental) a todas las culturas del mundo. Además, el sofisma del sincretismo llevará inevitablemente, de seguir por el mismo camino, a una sola cultura mundial homogénea. Sí, muy sincretizada, pero única.
En la discusión sobre la preservación de la diversidad cultural sucede aproximadamente lo mismo que en otras cuestiones: las dinámicas implacables de la sociedad de consumo se imponen a los esfuerzos individuales o institucionales. Y me parece que la respuesta al problema puede ser la misma: las acciones dirigidas pesan, pero el fondo del problema es que la diversidad estorba a la lógica de la producción capitalista.
La diversidad cultural solo florecerá realmente cuando no marche a contracorriente, cuando no tenga que construirse como un proceso dislocado de la dinámica general de la sociedad. Solo que mientras ese momento llega, cada manifestación cultural que se extingue es una pérdida irreversible; y, por tanto, todo pequeño esfuerzo por preservar una cultura determinada es invaluable.
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