Vivimos un año de conmemoraciones. A estas alturas de los tiempos nos encontramos a 500 años de la caída de México-Tenochtitlan, capital del impresionante imperio de los mexicas, en manos de los conquistadores de Hernán Cortés. Asimismo, celebramos 200 años de la entrada del Ejército Trigarante de Agustín de Iturbide a la capital virreinal, acontecimiento con el que Nueva España, la joya de la corona española, se convirtió en México, un país independiente. Acaso todo eso parecería bueno a la vista del pasante incauto, principalmente porque la solemnidad de las conmemoraciones públicas y los jolgorios de los aniversarios suelen distraer su atención.
El gobierno de la “Cuarta Transformación” se pone hoy a adornar con carteles, imágenes, emplea todo una parafernalia festiva-naconalista para aderezar algunos de aquellos museos, colecciones de arte y archivos que resguardan objetos, pinturas y textos que dan testimonio de lo prexistente. Pero cabe preguntarse, ¿para qué tener presentes en la memoria eventos que jamás nos tocaron? Y ¿por qué regresar a ese pasado tan remoto si en el presente vivimos de los peores momentos de nuestra historia? Justamente, es importante procurar acercarnos a las cosas de nuestro pasado pues, al hacerlo, entendemos por qué estamos como estamos, y en última instancia, conocemos qué nos falta resolver de ese pasado. Sólo así se puede dar un siguiente paso, a saber, el de intuir hacia dónde se puede avanzar de acuerdo con nuestras experiencias pretéritas.
Y es que, por un lado, si Tenochtitlan no hubiera caído en las manos del imperio Español, no habría habido conquista de Mesoamérica, no habría tenido lugar la destrucción española de pueblos y culturas indígenas. Tampoco habría existido la Nueva España, no se habrían conectado las tierras mexicanas con el resto del mundo en esas remotas, primeras décadas del siglo XVI, ni seríamos el pueblo mestizo que somos ahora. De la misma manera, si no se hubieran levantado los pueblos contra el mal gobierno en 1810, no habría habido un espacio para que un Iturbide y sus aliados insurgentes populares dieran el golpe final al virreinato en 1821 y, en consecuencia, no nos habríamos convertido en nación “independiente” –o por lo menos no se habría logrado la independencia de la manera en que se logró.
Por otro lado, si suprimiéramos hoy la memoria histórica, no sería evidente que la nuestra es una historia plagada de iniquidades, de robos, entre otras cosas sorprendentemente negativas que se siguen reproduciendo y multiplicando hasta este mismo año de conmemoraciones. Los despojados de sus tierras, los indígenas que al filo del mandoble sometieron los españoles, los campesinos desalojados por los grandes latifundistas o, simplemente, los trabajadores en general, relegados del goce de la riqueza que ellos mismos producen, todos ellos quedarían en el olvido. Se borraría de un plumazo el recuerdo vivo de que hasta el día de hoy no se les ha hecho justicia. Ningún gobierno mexicano, ni siquiera el de hoy, que dice que “por el bien de todos primero los pobres”; ninguno ha volcado sus intereses para mejorar la vida de sus pueblos.
Son cientos de años de injusticia: los españoles, los gobiernos del México independiente, los propios gobiernos posrevolucionarios y la cuarta transformación, todos han quedado endeudados con sus pueblos. Han abandonado en la fría y húmeda sombra a la gente del común que vive en desgracia. Los primeros, extranjeros de Europa, se apropiaron de riquezas que no les correspondían; los segundos acabaron con el predominio de España, pero no cambiaron prácticamente nada más: quienes habían comenzado la rebelión de1810 se quedaron con las manos vacías durante todo el siglo XIX. Y esta situación ha sido nuevamente una constante de los siglos XX y XXI; los pueblos siguen en el olvido. Tener presente esa memoria puede indicarnos qué hacer y, en estos días de conmemoración y regocijo, exigir política para los mexicanos; un Estado que les de la justicia que les corresponde.
0 Comentarios:
Dejar un Comentario