Este 6 de agosto, se cumplen 78 años desde que Estados Unidos se convirtió en el primer y único país que ha utilizado una bomba atómica, al arrojarla sobre la ciudad japonesa de Nagasaki; tres días después lanzaría una segunda en Hiroshima, también en Japón. El saldo de aquel ataque se calcula en más de 400 mil víctimas mortales entre quienes fallecieron inmediatamente y los que murieron pocos días después de los ataques como consecuencia de la contaminación por radiación. Además de otros cientos de miles de heridos y mutilados de por vida.
A propósito de ello, hace unos días tuve la oportunidad de ver Oppenheimer, la nueva película del director británico Cristopher Nolan, una biopic que narra el ascenso y caída del físico teórico Julius Robert Oppenheimer (1904-1967), quien durante la Segunda Guerra Mundial fue reclutado por el gobierno estadounidense para encabezar el Proyecto Manhattan que daría origen a las primeras bombas atómicas.
Más allá de la gran calidad técnica y actoral de la cinta cinematográfica, el tema abordado en ella es, sin duda, de gran actualidad porque nos recuerda a buen tiempo lo peligroso que sería para la humanidad que estas armas se usarán nuevamente en un conflicto militar. Básicamente supondría el fin de la civilización humana y quizá del planeta mismo.
La película se esfuerza en explicar al espectador que el gobierno de Estados Unidos se vio forzado a impulsar la fabricación de las bombas atómicas, ante el peligro de que los nazis de Hitler, que ya se encontraban desarrollando un artefacto similar, pudieran utilizar esta nueva arma para ganar la guerra a los aliados. De tal suerte que la única opción para asegurar la victoria sobre la Alemania nazi era obtener una bomba atómica antes que ésta y utilizarla en su contra para obligarla a rendirse.
Además, dado que la trama se cuenta desde la óptica de Oppenheimer, conforme avanza también se nos deja ver que el físico estaba convencido de que una vez que los gobiernos del mundo se dieran cuenta de la capacidad destructiva de la nueva bomba, no habría nuevas guerras e iniciaría una eterna era de paz mundial. En una escena del filme, tal sentimiento es totalmente explícito: “esta nueva arma, no solo pondrá fin a esta guerra, sino a todas las guerras”, dice el físico. Un sentimiento bastante utópico.
Muy pronto en el filme se revela que esta posibilidad era totalmente impensable para el gobierno de Estados Unidos, que decidió probar la nueva bomba el 16 de julio de 1945, cuando los nazis alemanes (los enemigos contra los que se fabricó) ya habían sido derrotados por el gran Ejército Rojo de la Unión Soviética, que tomó Berlín a principios de mayo de aquel año, pues durante toda la película es bastante claro que los norteamericanos nunca consideraron a la URSS como un verdadero aliado y, más bien, son varias las escenas en donde queda claro que los veían como su verdadero enemigo.
Por lo que tras la “exitosa” prueba en Los Álamos, Nuevo México (una escena rodada magistralmente), el gobierno de Estados Unidos decidió utilizar dos bombas sobre Japón, que, aunque formalmente no se había rendido, prácticamente se encontraba sin ninguna posibilidad de triunfo, provocando una verdadera masacre.
Y es que el verdadero objetivo de los norteamericanos era mostrar a todas las naciones del planeta, a los propios países capitalistas aliados suyos, pero, sobre todo, a los comunistas soviéticos, el nuevo gran poder militar del que disponía Estados Unidos, una amenaza explícita contra todos aquellos que se opusieran a la construcción del “mundo basado en reglas”, las del imperialismo gringo por su puesto, en los años posteriores a la guerra. “El lanzamiento de las dos bombas atómicas no fue el final de la Segunda Guerra Mundial, sino más bien el inicio de la Guerra Fría”, se oye decir en la película.
La segunda parte del filme se centra, por tanto, en los esfuerzos del propio Oppenheimer, convertido en presidente del comité consultivo general de la nueva Comisión de la Energía Atómica (Atomic Energy Commission, AEC) de Estados Unidos, por impedir la carrera armamentística y la proliferación de las armas nucleares, así como su posterior enfrentamiento con Lewis Strauss, nombrado presidente de la AEC en 1953, un defensor del desarrollo de la bomba H (de hidrógeno pesado) mucho más potente y destructiva que las bombas arrojadas sobre Japón, personaje que decidió utilizar las viejas relaciones del físico teórico con ex comunistas (su hermano y esposa, entre ellos) para destruir su reputación y para apartarlo del servicio público, pues finalmente la AEC decidió que Oppenhaimer representaba un riesgo para la seguridad nacional. Este último vivió los últimos días de su vida martirizándose por los hechos de Japón.
Está claro que, aunque Oppenheimer desarrolló la bomba atómica, no fue el verdadero culpable de la tragedia ni la personalidad determinante en la historia posterior del mundo, como se pretende. El físico simplemente materializó la necesidad histórica de los grandes capitalistas estadounidenses de obtener un arma que les asegurara el dominio sobre los recursos y la mano de obra del resto de naciones del planeta.
De no haber sido él quien fabricara las bombas atómicas, seguramente alguien más lo hubiese hecho, pues el verdadero motor de la historia siempre ha sido la lucha de clases. En este caso concreto la lucha del imperialismo capitalista por adueñarse del mundo y eliminar el ascenso del socialismo. Así, se dio origen a la carrera armamentística más importante de la historia reciente. Tan solo en la década de 1980, en pleno enfrentamiento ideológico entre Estados Unidos y la Unión Soviética, se fabricaron 70 mil bombas nucleares, con el potencial de destruir prácticamente toda vida en el planeta.
Actualmente, el arsenal nuclear se calcula en 12 mil 500 ojivas nucleares, sin embargo, la inmensa mayoría tienen un poder destructivo mucho mayor que las desarrolladas hace 80 años por Oppenhaimer. Más de 90% de ese arsenal nuclear se encuentra en poder de Rusia y de Estados Unidos.
Preocupa, por tanto, la escalada en las tensiones diplomáticas entre Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, por un lado y, Rusia y China, por otro, como una continuidad de la política imperialista de los gobiernos norteamericanos cuyo propósito es mantenerse como la única y mayor potencia mundial, para regentear todas las riquezas del planeta, explotar sus recursos naturales y esclavizar a la mano de obra de los países pobres y subdesarrollados. Son los herederos legítimos de la ideología supremacista y racista de Hitler y los nazis. De ahí su necesidad de bloquear o eliminar cualquier posibilidad de que en el planeta surjan otras potencias que puedan disputarle la hegemonía y su disposición para suprimir todo intento emancipador de los pueblos y países pobres de la Tierra.
Estados Unidos provocó el actual conflicto en Ucrania y ha venido expandiendo la presencia de arsenal nuclear en los países del este de Europa que se encuentran alrededor de Rusia desde la desaparición del bloque socialista en 1991, a pesar de que se habían comprometido a no poner bajo amenaza al pueblo ruso. Pues nunca abandonó su objetivo principal de desmembrar el inmenso territorio de Rusia, en estados más pequeños y manipulables, para neutralizarla como amenaza, incluso ahora que este país ya no es socialista.
Lo mismo ocurre en el Pacífico, en donde se ha incrementado exponencialmente la presencia militar de Estados Unidos. Es más, recientemente, en la cumbre de la OTAN efectuada entre el 12 y 13 de julio, se mencionó varias veces la posibilidad de trasladar el modelo de esta alianza militar al suelo asiático, algo que solo puede ser considerado como una amenaza de guerra para China. Peligroso si se toma en cuenta que este país posee el tercer mayor arsenal nuclear del planeta.
Así, la cinta de Cristopher Nolan que no es para nada una defensa de los rusos o de los chinos y menos una crítica al imperialismo norteamericano, tiene la particularidad de estrenarse en un momento sumamente complejo en la geopolítica mundial y viene a ser un recordatorio de lo peligrosa que son las armas nucleares y de porqué nunca más deberían volver a utilizarse. No serán, sin embargo, los poderosos de la Tierra quienes impidan esto, sino los pueblos organizados y conscientes los únicos que podemos salvarnos de la extinción definitiva.
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