Hace 25 años, según el BM, 21 por ciento de la población mexicana vivía en condiciones de pobreza de ingreso; con este método de medición, de pobreza unidimensional, en 2018 la población pobre sería de 1.7 por ciento. Esta es una magnitud tan increíble, dadas las condiciones de la gran mayoría de mexicanos, que revela cuán deficiente es ese enfoque para medir la pobreza.
A partir de 2008, el Coneval usa el método multidimensional. El resultado fue que el 44 por ciento de la población vivía en situación de pobreza en 2008, y 42 por ciento, en 2018. Esta reducción de 2.5 por ciento se ha asociado a los programas sociales para la reducción de la pobreza; por los resultados, esta es una estrategia lenta y costosa. “En el caso de México, el éxito relativo de los programas focalizados no ha alcanzado por sí solo para superar la pobreza. Si la tendencia de los últimos años se mantiene estable, llevará 22 años superar la pobreza extrema y 78 erradicar cualquier tipo de pobreza” (Lomelí, 2010).
Los programas sociales para la reducción de la pobreza tienen su origen en 1973; el primero fue el Programa de Inversión para el Desarrollo Rural (PIDER), vigente hasta 1982. Entonces la pobreza se entendía como un problema rural y de falta de acceso a alimentos; para su combate se crearon la Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (Coplamar) en 1977, y el Sistema Alimentario Mexicano (SAM), creado en 1980. La crisis y el recién ensayado neoliberalismo provocaron que estos programas fueran eliminados, hasta 1988 que Carlos Salinas de Gortari presentó el Pronasol, con el objetivo de abatir la pobreza de las zonas indígenas y rurales y de la población de las zonas áridas y urbanas. El programa tenía seis componentes básicos: alimentación, salud, educación, vivienda, proyectos productivos y empleo.
El modelo de programas basados en Transferencias Monetarias Condicionadas y Focalizadas (TMCF), que representa la saga de programas Progresa-Oportunidades-Prospera, se fijó el objetivo de romper la trampa de la pobreza mediante la acumulación de capital humano de los individuos a través de acciones en los aspectos de alimentación y educación. Las TMCF requieren un diseño e implementación técnicos con base en los criterios del diseñador de política sobre los componentes, las características y la magnitud de los apoyos, por un lado, y de selección de los beneficiarios, los mecanismos de registro y de revisión que se han de cumplir para obtener los apoyos.
Esta política implicó la separación de las políticas de desarrollo social, centradas en estos programas de transferencias, de la política de desarrollo económico. Los críticos de este enfoque no dejan de objetar la focalización, en la que se incurre en errores de selección y se provocan nuevos niveles de desigualdad entre los hogares pobres; además de que la focalización es costosa y, en un país de pobreza generalizada, carece de sentido (Boltvinik, Damián y Jaramillo, 2019).
Aunque estos programas lograron reducir la pobreza extrema mientras estuvieron vigentes, su fracaso salta a la vista: la pobreza se hereda generacional – mente. A pesar de aumentar el acceso a la educación y la salud, el programa no logró que los beneficiados salieran de la pobreza. “Al menos 7 de cada 10 mexicanos que nacen en el peldaño más bajo de la escalera socioeconómica del país, no logran superar la condición de pobreza durante su vida” (CEEY, 2019).
El problema es que estos programas se concibieron considerando que la pobreza era un problema individual, de capacitación de los trabajadores, de capital humano acumulado. Sin embargo, a pesar de aumentar el nivel de escolaridad promedio, el mercado laboral no ha logrado absorber a la PEA en condiciones de empleo decentes.
La impronta de la Cuarta Transformación a la política de combate a la pobreza, basada igualmente en transferencias, es la anunciada universalidad y la monetización de dichas transferencias a fin de eliminar a los intermediarios y a la corrupción del sistema.
No hay diferencia cualitativa en la política de desarrollo social que está instrumentando el Gobierno federal de Andrés Manuel López Obrador; hay, por otro lado, problemas con la configuración de los padrones de beneficiarios y la puesta en marcha de los programas, pues muchos de ellos funcionan sin reglas de operación y sin padrones conocidos. La pretendida universalidad, sin embargo, sí ha dado lugar a una diferencia cuantitativa, que se traduce en un incremento del gasto público.
El presupuesto aprobado para 2018 en gasto social fue de 82,729 millones de pesos distribuidos entre la Sedesol (46,899 millones de pesos: 56 por ciento), la SEP (29,448 millones de pesos: 36 por ciento), y la Secretaría de Salud (6,382 millones de pesos: 8 por ciento). El programa atendió a 6.8 millones de hogares (20.6 por ciento del total) y a 24.98 millones de personas. La Tabla 1, presenta los recursos destinado a los programas denominados prioritarios que maneja la Secretaría del Bienestar (antes Sedesol). El presupuesto supera el de los sexenios anteriores. La apuesta por la universalidad es costosa e insuficiente, ningún programa alcanza al total de la población objetivo en estas condiciones.
La pobreza en México escalará como consecuencia de la crisis económica y su agudización con la pandemia de la covid-19. Cerca de 12 millones de puestos de trabajo a tiempo completo se perdieron entre marzo y junio de 2020; de estos, 1.1 millones eran empleos formales. En julio de 2020 había 14 millones de trabajadores disponibles. De los empleos formales perdidos 84 por ciento eran empleos con ingresos de entre 1 y 2 salarios mínimos. Esta pérdida es más aguda en magnitud y velocidad que en ninguna otra anterior. La falta de empleo y su precarización fustigarán el incremento de la pobreza. De acuerdo con el Coneval, habrá un incremento de más de 8.9 millones de nuevos pobres por ingresos concentrados en las zonas urbanas marginadas y entre 6.1 y 10.7 millones de personas, que ya eran vulnerables, caerán en pobreza extrema. Todo lo avanzado en los programas de Progresa-Oportunidades-Prospera se perderá con la crisis actual.
Sin cambiar la estrategia fracasada de combate a la pobreza no se puede sino augurar un nuevo fracaso. Las transferencias, sean monetarias o en especie, permiten a los hogares adquirir bienes y servicios en lo inmediato, pero una vez consumidos esos satisfactores, los hogares se hallan con las mismas carencias y con la misma incapacidad para satisfacerlas que antes. Se subsidia el consumo, sin crear condiciones para que los hogares tengan los medios para satisfacer sus necesidades más adelante. Esta política además atomiza a los pobres, pone un velo sobre la comunidad de sus problemas, sobre la naturaleza social de las causas y las soluciones al problema de la pobreza.
En una sociedad capitalista, con el grado de desarrollo tecnológico que tiene la nuestra, la capacidad productiva de los individuos está condicionada por el nivel de capital tecnológico al que pueda acceder en las unidades productivas, por la inversión de las empresas y el acceso a estas mediante el empleo; así que la solución no puede ser individual.
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