El modelo agrícola, inserto en el neoliberalismo, ciertamente ha generado un importante superávit en la balanza comercial, principalmente en el sector hortofrutícola: somos el décimo productor mundial de alimentos, y séptimo exportador; se han generado empleos en el sector más capitalista (sumamente precarios, como los jornaleros migrantes). Tenemos como riqueza natural 26 millones de hectáreas de tierra cultivable; alrededor de 22 millones cultivadas: 26% de riego y 74% de temporal; recientemente apenas 18 millones. Pero el éxito de la agricultura exportadora ha beneficiado sólo al gran capital, a una élite de grandes empresarios, muchos de ellos extranjeros.
En contraparte, el modelo ha causado graves deformaciones económicas y consecuencias sociales y ambientales devastadoras, que hacen necesaria su urgente reestructuración, centrando la atención en las necesidades sociales, aunque ello implique moderar las ganancias y la acumulación de los grandes capitales (mayormente transnacionales). Centro mi comentario de hoy principalmente en algunas posibles soluciones, sin pretender, obviamente, ser exhaustivo. Para un diagnóstico más extenso del sector, quien lo desee puede acudir a la página web Abel Pérez Zamorano, en documento de trabajo elaborado conjuntamente por quien esto escribe y un colectivo de especialistas en la materia.
La crisis e ineficacia productiva del sector se aprecia, de entrada, en la creciente importación de alimentos. Solo a título de ejemplo, entre 2006 y 2020 pasamos de importar el 70.6% del arroz al 83.3; del 54 al 61% del trigo; de 26 a 39% del maíz (CNA). Somos el centro de origen del maíz y, paradójicamente, el primer importador mundial (CNA): en 2020 un récord de 18 millones de toneladas. El año pasado el valor de las importaciones agroalimentarias fue de 26 mil 744 millones de dólares. Invirtiendo ese dinero, haríamos progresar nuestra agricultura. Estamos perdiendo aceleradamente soberanía alimentaria, que existe cuando un país produce al menos 75% de sus alimentos: México produce el 53% (FAO), apenas arriba de la mitad.
Ahora bien, ¿por qué crecen las importaciones de productos agropecuarios? Porque sus costos son inferiores en Estados Unidos, debido al incesante desarrollo tecnológico y la consecuente elevación de la productividad, sumado esto a los grandes subsidios agrícolas: en 2020 EE. UU. otorgó apoyos récord por 19 mil millones de dólares a sus productores. Ese país produce enormes excedentes que ha de arrojar a los mercados de países dependientes. “México es el tercer mercado de destino de los productos agrícolas de EE. UU.” (El País, 12 de marzo de 2017), presionando así a la baja los precios de las cosechas locales y dañando a nuestros productores pequeños, incapaces de enfrentar tan desventajosa competencia; aunque después, por los desmesurados márgenes de comercialización y los monopolios, los alimentos lleguen muy caros al consumidor. En la superficie, este daño se debe a la apertura comercial indiscriminada y entreguista (hechos por lo demás absolutamente ciertos), pero el problema es estructural.
Al no recibir por sus cosechas ni lo equivalente al costo de producción, caen los ingresos de los campesinos, o estos abandonan la actividad. Aumentan así pobreza, delincuencia y la “descampesinización”, emigración rural-urbana y a Estados Unidos. Asimismo, se reduce la superficie cultivada: de 22 millones de hectáreas en 2014 a 18 millones en 2020, cuatro millones menos (CNA). En condiciones de pobreza, los escasos subsidios a la producción devienen subsidios al consumo; y las cosas se agravan, pues esta administración dedica lo fundamental al asistencialismo y reduce programas de impacto productivo.
La debilidad del sector agrícola y su falta de productividad están estrechamente relacionadas con el minifundio. Una estructura agraria extremadamente fragmentada (de los 3.2 millones de productores de maíz, 92% cultiva en parcelas de menos de cinco hectáreas), lo que impide absorber tecnología avanzada, y como consecuencia ocasiona a) baja productividad, pues se asocia necesariamente a tecnologías tradicionales rezagadas (tracción animal –en una cuarta parte de los productores–, roza, tumba y quema), limitada mecanización; marcada desproporción entre la PEA ocupada en el sector agrícola y su aportación al PIB. Nuestros rendimientos promedio de maíz grano son considerablemente inferiores a los de Estados Unidos: 3.7 toneladas por hectárea, contra 11; b) altos costos de producción: el costo de producir maíz, sorgo, trigo y arroz, en México en los principales estados productores supera en 1.5 al de Estados Unidos; c) ello afecta la competitividad frente a la avalancha de importaciones baratas; d) cae la rentabilidad (salvo en agricultura capitalista exportadora de alto valor comercial); e) desincentiva inversión y crédito; f) el minifundio propicia la exagerada cadena de intermediarios, pues por su falta de capital los pequeños productores no encuentran mercados mejores, frecuentemente lejanos.
Por lo anterior se hace necesaria una reforma estructural del sector, que, por encima de las exportaciones, priorice el mercado interno, las necesidades de alimentación, producción de básicos y combate al hambre en el campo. Basar la producción en unidades productivas de gran escala, capaces de absorber tecnología de punta, producir a menores costos, en menos tiempo, aumentar la competitividad y revertir la dependencia alimentaria; tales escalas podrán alcanzarse principalmente por la vía asociativa, sin descartar fórmulas de arrendamiento o contrato (como ya ocurre). Ello elevará la productividad y la rentabilidad, lo que podrá atraer financiamiento y crédito (público y privado). Promover asimismo el desarrollo agroindustrial: procesar las cosechas genera empleos, agrega valor a la producción y reduce nuestro papel de vendedores de simples materias primas. El uso de la tierra debe adecuarse a su vocación; no todo es sembrar maíz en cualquier terreno; en ocasiones, por ejemplo, deberán establecerse plantaciones forestales, que por rendir en el largo plazo ameritan el necesario apoyo gubernamental.
Una reforma profunda del sector exige elevar el nivel educativo y la capacitación de quienes allí laboran. Ello implica apoyos suficientes a CBTAs y escuelas de agricultura y a sus estudiantes de escasos recursos. Debe desarrollarse un sistema de salud de calidad para el medio rural; ello coadyuvará a elevar la productividad; apoyar en gasto público servicios a las madres campesinas y a la mujer en general; atraer a jóvenes a la agricultura, para revertir el envejecimiento de la población ahí ocupada. Elevar y reorientar la investigación científica y tecnológica, incrementando recursos. Promover la producción nacional de maquinaria agrícola: las empresas productoras son extranjeras, como las de pesticidas y fertilizantes (importamos 77% del consumo). Promover un programa nacional de producción de semillas, actividad dominada por las transnacionales. Reforzar los servicios de sanidad e inocuidad agroalimentaria.
En materia de financiamiento, sin desatender las necesidades de los sectores vulnerables, aumentar el gasto público en el sector (reducido drásticamente en esta administración), reorientándolo a actividades de impacto productivo, por ejemplo, a infraestructura de almacenamiento, caminos sacacosechas, electrificación rural, obras de irrigación: la superficie irrigada “prácticamente no ha crecido en los últimos cuarenta años y su infraestructura presenta deterioro” (DOF 2013); 57% del agua para riego se pierde por filtración y evaporación, debido principalmente a una obsoleta infraestructura hidráulica (Conagua). En un esquema fiscal progresivo, reducir impuestos a los pequeños productores e incrementarlos a los grandes corporativos empresariales, muchos de ellos extranjeros. Reactivar la banca de desarrollo, prácticamente extinguida por el modelo neoliberal (no llega al 10% el número de unidades productivas que reciben créditos institucionales). Garantizar un salario bien remunerado y condiciones humanas a los jornaleros agrícolas. Eximir de pago de peajes en autopistas al transporte de insumos agropecuarios, cosechas y ganado. Aplicar una política de auténtica reciprocidad en los tratados comerciales.
El modelo agrícola es ecológicamente depredador: destruye recursos naturales, contamina (más de 70 por ciento de los cuerpos de agua están contaminados); causa deforestación y azolve de lagos y lagunas (80% de los suelos agrícolas está amenazado por degradación y desertificación, Conacyt), extinción de especies animales y daños a la salud humana (por ejemplo, con pesticidas). Aumentan los incendios forestales, mientras se reduce el gasto en brigadas contra incendios. Debe producirse con criterio ecológico y aplicarse una rigurosa vigilancia ambiental.
Las líneas generales aquí propuestas solo podrán instrumentarse a condición de elevar el grado de organización política de los pequeños productores, verdaderos afectados por el modelo; una organización ya no solo, ni fundamentalmente, para pedir fertilizantes y “bajar” proyectos, sino encaminada a convertirse en fuerza política capaz de obligar al gobierno a reorientar todo el modelo económico. Los campesinos deben ser una verdadera fuerza política transformadora y dejar de esperar la dádiva gubernamental; ya no objetos de la política, sino sujetos, verdaderos protagonistas del cambio.
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