Se afirma que el aumento de los salarios, por cuanto incrementa los costos de los fabricantes y, por tanto, los precios de sus productos, es altamente inflacionario y debe controlarse si queremos evitar una crisis o salir de ella. He aquí la razón de fondo que se esgrime para conceder a los obreros sólo aumentos de hambre, como el 4.2% que se acaba de otorgar a los salarios mínimos.
Pero la afirmación de que un aumento salarial repercute fatalmente en el incremento de los precios solamente es cierta si se admite, al mismo tiempo, que no pueden o no deben reducirse, ni en el grosor de un cabello, los márgenes de ganancia de los empresarios, sino que, por el contrario, tienen que aumentar constantemente para mantenerse "atractivos". De no ser así, los aumentos salariales suficientes no solamente no resultan inflacionarios, sino que son un correctivo enérgico para la crisis en la medida en que restablecen el equilibrio en uno de los puntos neurálgicos del sistema, en la relación precios-salarios, es decir, en la medida en que atenúan los efectos de la inflación.
La inflación, la elevación constante y sin control de los precios, es uno de los resultados de la ruptura del equilibrio general del sistema, que estriba en que éste, debido a perturbaciones externas al circuito económico, ya no puede hacer frente a las necesidades que le impone la producción y la reproducción ampliada del mismo, ateniéndose al viejo esquema de reparto de la riqueza social. Dicho de otro modo: la porción de la riqueza social que corresponde a la clase propietaria y al Estado resulta, de pronto, insuficiente para hacer frente a los gastos y compromisos derivados de la existencia y funcionamiento del sistema, al mismo tiempo que es incapaz de satisfacer las expectativas de ganancia y enriquecimiento de ambos sectores.
Ante el problema se abren dos salidas: una, aumentar la producción en cantidad y calidad hasta colocarla a la altura de las necesidades, es decir, producir más riqueza para que alcance satisfactoriamente a todos; otra, sencillamente aumentar la porción de riqueza en manos de la clase poseedora y del Estado a costa de la parte que corresponde al pueblo y a las clases laborantes, es decir, jalar la cobija hasta donde aguante, aunque la inmensa mayoría se quede descobijada.
Este segundo camino (que casi nunca se elige premeditadamente, sino que se pone en marcha automáticamente, como una reacción instintiva, ante las dificultades de la economía), es el de la inflación. La inflación, entendida como el aumento desmedido de los precios, no es otra cosa que un mecanismo económico que sirve para trasladar recursos de manos del pueblo, de los trabajadores, a manos de las clases poseedoras y del Estado, que buscan así salir de sus apremios económicos y "reactivar la producción".
El problema de este segundo camino radica en que es una salida falsa. Los defensores de la restricción salarial y del aumento sin control de los precios alegan que ésta es la única manera de preservar la planta productiva, asegurar el abasto de todos los productos y garantizar tasas de ganancia que propicien la inversión y la reinversión en mejores condiciones, elevando así la producción y la productividad. Es decir, de acuerdo con este punto de vista, mayor productividad o mayor inflación no son dos caminos diferentes para salir de la crisis, sino dos fases sucesivas del mismo proceso, la primera de las cuales, la inflación, a pesar del enorme sacrificio que impone al pueblo y a la clase obrera, es necesaria para preservar la planta productiva y para crear las condiciones de una futura reactivación.
Pero este planteamiento olvida que la contención salarial y el alza desmedida de los precios, es decir, el empobrecimiento drástico de las grandes masas de trabajadores, dejando a un lado si se quiere consideraciones de tipo ético y moral, trae como consecuencia un profundo debilitamiento del mercado interno y una incapacidad real, física y mental de los obreros para mejorar su trabajo en cantidad y calidad. En consecuencia, dicha política cierra en los hechos la posibilidad de una auténtica recuperación económica que dice perseguir en teoría.
La otra alternativa, en cambio, la de una política orientada en lo inmediato a la elevación de la producción y la productividad, lejos de apoyarse en la restricción salarial y en el aumento de los precios, exige como condición el aumento suficiente de los salarios. Con ello busca, en primer lugar, el fortalecimiento del mercado interno y, en segundo lugar, las condiciones materiales y sociales que permitan a los obreros desplegar un trabajo superior, en cantidad y en calidad, para elevar la producción.
Pero esta segunda opción tiene un grave defecto. Exige también la contención, dentro de ciertos limites, de los afanes de lucro de los patrones; exige que estos se avengan a sacrificar una parte de sus márgenes de ganancia, en tanto se logran avances firmes en la reactivación de la actividad económica. Este camino implica, en otras palabras, que los patrones deben de pagar una parte del costo para salir de la crisis; mientras que el otro, el de la inflación incontrolada, implica que todo el costo caiga sobre los hombros de los trabajadores.
Y es evidente de toda evidencia que, dígase lo que se diga, se argumente como se argumente, los poderosos no van a renunciar a SUS ganancias, no van a decidirse, por la simple compulsión de la razón y la lógica, por un camino que les impone renuncias y sacrificios, por firme y seguro que parezca. Es necesario que una fuerza objetiva, real y poderosa los obligue a ello; y esa fuerza no puede ser otra que la de un movimiento obrero bien organizado e independiente, que esté dispuesto realmente a defender sus intereses, en primer lugar el incremento de los salarios.
La independencia y la capacidad de lucha de la clase obrera siempre han sido necesarias en todo tiempo y lugar para la conquista de una mejoría real de sus condiciones de vida y las de sus familias. Pero hoy, en México, esa independencia y esa capacidad de lucha son imprescindibles, además de por lo anterior, por una razón adicional: porque constituyen una de las pocas esperanzas reales, viables, para reorientar al país por una senda de auténtica superación de la crisis.
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