II: El año que cambió la Historia, la Revolución Rusa de 1917
Toda revolución armada ha surgido de esta premisa: «Prefiero morir a seguir viviendo como hasta ahora». La violencia de las transformaciones sociales, la furia con la que el pueblo destruye instituciones, monumentos y arrasa con ciudades enteras, devienen del cansancio, del agotamiento y de la rabia acumuladas por años, a veces por siglos. No es producto de un hecho aislado, tampoco de la genialidad o valentía de un líder determinado.
Las revoluciones son estallidos, rompimientos que surgen cuando la realidad debe ser modificada a como dé lugar, cuando ya el sistema no puede sostenerse sobre sus podridos cimientos y debe, como una presa sobrecargada de agua, romperse por el eslabón más débil. Uno no elige el momento de la ruptura como tampoco puede, por voluntad, pedirle al cielo que llueva. Debe estar preparado, a través de una lectura y un conocimiento de la realidad histórica y presente, para recibir las grandes transformaciones y encausarlas progresistamente, es decir, evitar que el rompimiento y el caos que provoca una transformación quede en su fase embrionaria producto de la espontaneidad. La revolución significa, en última instancia, tener sentido del momento histórico.
Así, en febrero de 1917, en cinco críticos días, se llevó a cabo la primera revolución en Rusia, producto del cansancio y desesperación de un pueblo que, a pesar de la dura derrota de 1905 y del retraimiento que había durado más de diez años, se encontraba listo para dar un segundo golpe, esta vez, definitivo. Entonces no sabía muy claramente el proletariado de San Petersburgo qué quería, pero estaba muy consciente de lo que ya no quería.
Esta primera revolución, que duró apenas una semana, terminaría por echar por tierra al zarismo ruso, una de las fuerzas políticas más poderosas en Asia y Europa durante todo el siglo XIX. Los Romanos, herederos de Alejandro I, el vencedor del gran imperio napoleónico, representaban la fuerza de la reacción: eran para Occidente la salvación de un feudalismo que había sido desterrado de Europa pero que apostaba su resto a la política reaccionaria y anacrónica de Nicolás II. Sin embargo, la historia es implacable y el destino del zar y la monarquía hacía años que se habían decidido. La participación de Rusia en la guerra, la hambruna provocada por el desabasto y el cierre de fábricas fueron el último impulso que los sóviets de Petrogrado (esos sóviets que se formaron en el levantamiento de 1905 y a los que nos referimos en el apartado anterior) necesitaban para salir a la calle y arremeter, con un golpe fatal, contra la decadente monarquía.
El 23 de febrero de 1917, fecha en que se celebraba el Día Internacional de la Mujer, las obreras de Petrogrado, desoyendo los consejos de los partidos que entonces se encontraban a la cabeza, decidieron conmemorar el día no con asambleas, reuniones y mucho menos celebraciones, sino con lucha. Convocaron a una huelga que, una vez que las delegadas del movimiento fueron a las fábricas a convencer a los obreros, alcanzó en un día la cifra de 90,000 personas en las calles. Los dos siguientes días fueron cruciales. Lo que comenzó como huelga se transformaba en insurrección. Gracias al empuje y la valentía de las mujeres, los hombres en las fábricas se despojaron del miedo y en apenas 48 horas la mitad de los obreros industriales estaba en la calle. Para el 25 de febrero 240,000 obreros y obreras gritaban y mostraban pancartas con las consignas «¡Abajo la autocracia!» y «¡Abajo la guerra!». Demandas muy diferentes a las de 1905 en las que solo se oía el grito de «¡Queremos pan!».
¿Cuál fue el punto de quiebre que permitió al movimiento pasar de huelga a insurrección y de insurrección a revolución? El contacto entre las masas trabajadoras y los soldados acuartelados. Si en un principio los soldados parecieron oír la orden de dispararle al pueblo, dejando al menos 40 muertos, poco a poco la duda apareció en sus rostros. Mientras disparaban a quemarropa sobre la masa, ésta, a diferencia de 1905, no retrocedía. Avanzaba consciente ya de que era preferible morir a continuar con la vida de perros que por siglos había llevado. Cayeron decenas de obreros, pero el pueblo no se amedrentaba.
Su intrepidez consistía en la firmeza de su causa y, sobre todo, en la consciencia de que podía triunfar. La mujer jugará el papel central en este cambio de consciencia entre el proletariado. Así como dio el primer paso dio el último. Si antes retrocedió ante las bayonetas, ahora se acercó a ellas y las puso en su seno acuciando al soldado que le apuntaba con ideas que rompían cualquier resistencia: «¡Desvía las bayonetas, somos tus hermanas, tus hijas, tus esposas!», y más lejos todavía: «¡Soldado, únete a nosotros, estás disparando contra tus hermanos de clase!». La reacción, aunque invisible, fue fatal para el zarismo. Obreros y soldados se fundieron en un solo hombre y las bayonetas que apuntaban a la cabeza del pueblo, ahora apuntaban a las viejas instituciones, a las ruinas de un pasado que había que borrar y que era necesario superar. El 8 de marzo el zar es arrestado y culmina con ello formalmente la primer gran revolución en Rusia, la Revolución de febrero de 1917.
¿Quién dirigió la revolución? ¿En qué se distinguía este movimiento del de diez años atrás? ¿Era sólo la espontaneidad la que permitió a un pueblo en menos de una semana destruir una época entera? La revolución la realizaron las masas, organizadas por los sóviets que continuaron funcionando en el seno de las fábricas y los cuarteles. Sin embargo, a diferencia de lo acaecido en 1905, no era la consciencia del pueblo la misma que años atrás. Se habían educado bajo principios nuevos, bajo ideas que poco a poco el discurso del partido bolchevique encabezado por un Lenin en el exilio había sembrado en su consciencia. El cambio de consigna, pasando de la lucha económica a la lucha política, era la refracción del cambio de conciencia. Sin embargo, la tarea no había terminado aún.
A pesar del paso decisivo que representó la revolución de febrero, el poder no pasaba a manos de los insurrectos, sino de los cabecillas que se apoderaron inmediatamente de él. El partido de los trabajadores, el partido bolchevique, no tenía la fuerza todavía para dirigir los destinos del pueblo ruso y, como ha sucedido con todas las revoluciones burguesas, una vez terminada la refriega, el obrero regresó a la fábrica, el soldado al cuartel y la burguesía, el partido menchevique, que vio los acontecimientos desde la ventana, tomó en sus manos el cetro y se aferró a un poder que al pueblo todavía le quemaba las manos. Sin embargo, entre los cientos de miles de obreros que regresaban a los barrios y a las fábricas, iban con ellos los líderes del partido bolchevique que, conscientes de su misión histórica, sabían que esta primera revolución había terminado, pero quedaba pendiente una segunda, y, más determinante aún: la revolución de los trabajadores. Había que esperar, pero no sería por mucho tiempo, soplaban ya los vientos de octubre.
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