A pesar de todas las calamidades que sufre la población, agravadas con este gobierno, un considerable sector del electorado sigue votando por Morena. No han bastado para desengañar y hacer conciencia las decenas de miles de asesinatos y el crimen desatado, los sonados escándalos de corrupción en este gobierno, el tremendo aumento de la pobreza y la creciente desigualdad, el estado de abandono de los hospitales, carencia de medicinas, falta de obras y servicios públicos, la desaparición del Fonden, el abandono de la ciencia y la educación. Entre otros factores explicativos de tal contradicción, como es obvio, influyen la descarada intervención del gobierno, desde la presidencia misma y el uso abierto de la violencia y compra de votos, entre otros. Pero debajo de todos ellos subyace un factor determinante, a mi juicio el fundamental: la muy enorme carencia de educación política de la sociedad, que le impide desarrollar rigor lógico y capacidad de hacerse respetar por candidatos y gobernantes.
Este vacío se hace patente en la eficacia electoral de los programas asistenciales (al igual que la compra de votos por unos pesos o con una despensa que dura dos días), que convierten a los beneficiarios en votantes cautivos, en oprobiosa humillación de su dignidad. El gobierno aprovecha la necesidad extrema de millones de mexicanos, secuestrando su libertad y anulando la ciudadanía real. Los beneficiarios no reparan en que lo recibido no es una concesión graciosa, sino producto de su trabajo, y que lo que les dan con la izquierda se lo quitan con la derecha, en impuestos y escamoteándoles, por ejemplo, gastos médicos que debiera cubrir el gobierno, o negando obras básicas a pueblos y colonias. Para colmo, después de sacarles su voto no los reciben en las oficinas.
También revela falta de politización que el colectivo social tenga solo memoria de corto plazo y fácilmente olvide fechorías de los políticos, incumplimiento de promesas y agravios de quienes antes con zalamerías pidieron su voto. Ello explica igualmente que con tanta naturalidad se dé crédito a anónimos infamantes, sin exigir pruebas, aceptando, hasta con morbo, rumores que envenenan el ambiente y destruyen honras. Un pueblo consciente rechazaría la basura propagandística que ofende su inteligencia, y también la trivialización de los procesos electorales, ayunos de debate serio y de fondo, campañas huecas convertidas en farsa, donde en lugar de ideas y propuestas se ofrece un espectáculo vacío y grotesco, ruido, carnaval y pirotecnia que solo ocultan la carencia de programas y compromisos sobre los problemas reales.
En el fondo, el pueblo no distingue sus propios intereses, y se extravía en una mezcolanza política donde va a remolque de sectores influyentes, nunca con su organización y fuerza propias. No acierta a ver que atrás de la batahola electoral, del aparente caos, hay una fuerza rectora: la del gran empresariado y sus servidores, que se impone, dejando solo la ilusión de que todos “los electores” por igual decidimos. Empresas y gobierno dominan y manipulan los poderosos medios de comunicación, financian y además obligan a empleados a votar por determinados candidatos, so pena de sufrir las consecuencias. Además, a simple vista muchos no advierten que el capital no tiene color partidista: usa a todos los partidos casuísticamente, en cada estado o municipio según convenga, sin andarse con miramientos; es absolutamente pragmático. Y así se explica precisamente otro arraigado fenómeno.
Me refiero al trasvase de un partido a otro de candidatos sin principios ni programa serio que los comprometa. Sin el menor asomo de vergüenza renuncian a un partido y saltan luego a otro, y al que sigue: chapulines les llaman. En lugar de rechazarlos se premia con el voto su desfachatez, envileciendo aún más la política. México necesita verdaderos líderes –que solo merecen ese nombre si tienen principios–, no el pragmatismo inescrupuloso de políticos logreros que solo buscan encumbrarse.
Muchos electores no se percatan de que los problemas que nos aquejan son de carácter social y los que sufre cada familia solo pueden entenderse y resolverse socialmente. Los señores del poder inculcan esta visión y la aprovechan al máximo, por ejemplo, ofreciendo a algunos vivales empleos o canonjías, para que “acarreen gente”; así, la comunidad es utilizada, haciendo de ella objeto, más que sujeto de la política. Los medios y la cultura dominante promueven que cada quién proteja sus intereses personales e ignore los colectivos, perdiendo de vista que los primeros no encontrarán solución si no se atacan sus causas sociales: la inseguridad y la drogadicción no son asunto personal; el mantenimiento al sistema colectivo metro, equipamiento de hospitales, suministro de medicamentos, servicios básicos, tampoco pueden resolverse individualmente, al igual que la calidad de la educación y la infraestructura escolar: nadie puede resolver todo eso en solitario, con los “apoyos” del gobierno. Sería utópico.
De esta falta de conciencia política el pueblo no es culpable. Así lo han educado izquierdas y derechas, la televisión y sus programas que siembran egoísmo y nublan el entendimiento. Y bien, este es precisamente el gran reto, elevar el nivel de educación política, lo que, más concretamente, a mi entender, significa, entre otras cosas: desarrollar cultura, principalmente en los sectores de más bajos recursos, así como un riguroso criterio lógico que permita discernir entre programas, partidos y candidatos, sopesando trayectorias y, por ende, credibilidad; desarrollar la memoria de largo plazo, para que el pueblo no se deje sorprender; enseñarle a visualizar sus intereses y diferenciarlos de otros sectores sociales, aliados potenciales u opuestos a él; desarrollar una visión de largo plazo, de alcance histórico, no limitándose a pensar solo en el momento actual, sino en el desarrollo, apoyando las iniciativas que lo impulsen, entendiendo que ocuparse únicamente de lo inmediato nos hace perder el rumbo; ver no solo la aldea, colonia o escuela, sino al país entero, conociendo su historia y aprendiendo de ella, y contextualizando las metas nacionales en el entorno mundial, que impone restricciones y también ofrece lecciones y oportunidades; entender que los problemas que aquejan a cada quien exigen correctivos sociales, mediante la acción colectiva organizada; asimismo, distinguir entre soluciones efímeras e incluso falsas o de artificio, de aquellas que sean sustentables, y entender que el pueblo no debe jugar más un papel pasivo, sino ser sujeto consciente de la política, organizado, independiente, basado siempre en sus propias fuerzas, sabedor de que los grandes cambios solo pueden ser obra suya y que debe prepararse para ello. He ahí el gran reto.
Obviamente, quien acometa esta noble como trascendente labor debe a su vez adquirir cultura y dominar la ciencia del desarrollo social y sus leyes. Y hay que liberarse de ilusiones: la educación a la que aquí me refiero no puede ser obra de las escuelas ni de la televisión, pues ambas, más que parte de la solución son parte del problema; operan como correa de transmisión y reproducción de ideología al servicio del poder, y jamás inculcarán la independencia mental y el espíritu de rebeldía requeridos para decidirse a cambiar esta sociedad; su cometido es formar ciudadanos que busquen insertarse en el orden social existente; acomodarse, más que transformar. Tan honrosa como titánica tarea solo puede ser obra de personas profundamente comprometidas con el pueblo y dispuestas a trabajar por él y con él.
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