La desigualdad es un tema actual y debatido mundialmente. Internacionalmente destacan las posturas de Joseph Stiglitz (2012), Premio Nobel de Economía, y de Thomas Piketty (2014).
En 2012, Stiglitz publicó el libro El precio de la desigualdad donde argumenta que a mayor desigualdad menor crecimiento y a menor desigualdad mayor crecimiento económico y que la desigualdad es consecuencia de las fallas de mercado. Aún más, que la elevada desigualdad existente en EE. UU. incrementa la inestabilidad, reduce la productividad y socava la democracia. En torno a las fallas de mercado, considera que el Estado debe intervenir para corregirlas.
Este debate, que data de los últimos 30 añoos, lo ha venido ganando la visión de los que creen que el Estado no debe de intervenir, a grado tal que las personas creen que el dinero gastado en lo individual está mejor empleado que el dinero que se le confía al Gobierno. Así también, que un Estado que interviene para corregir las fallas de mercado –por ejemplo, para disminuir la propensión de las empresas a contaminar– ocasiona más perjuicios que beneficios. De acuerdo con Stiglitz (2012), con esa visión se han tomado decisiones politicas y económicas por parte de los Gobiernos, que han conducido a que el papel del Estado esté demasiado limitado y que éste sea incapaz de proporcionar los bienes públicos necesarios para la poblacion –educación, salud, tecnología, infraestructura– que podrían dinamizar la economía. En este debate se evidencian las contradicciones de los que defienden un Estado minimalista y sin intervención en el mercado, pues no piensan lo mismo cuando han tenido la necesidad de rescates económicos a las empresas. Por ejemplo, en la crisis inmobiliaria de 2008 el Estado realizó rescates millonarios a costa de los contribuyentes. ¿Por que? entonces no se vuelcan las fuerzas del Estado para redistribuir la riqueza creada, ahí donde el mercado fallá Debería ser el Estado el que pueda corregirlo.
Thomas Piketty (2014) en su obra El capital en el siglo XXI, aborda ampliamente la desigualdad desde el punto de vista histórico; con estadísticas muestra cómo ha ido variando la desigualdad desde 1700 hasta el siglo XX. Para él, la redistribución de la riqueza ha tenido siempre causas profundamente polpiticas y no mecanismos puramente económicos. Por ejemplo, para el periodo de 1910 a 1950, la reducción de la desigualdad se debió básicamente a la guerra y a las políticas adoptadas para hacer frente a sus embates. El resurgimiento de la desigualdad, a partir de 1980, se debe principalmente a los cambios políticos que llevaron a tomar decisiones en materia fiscal y financiera.
La desigualdad –dice– está sujeta a mecanismos que ayudan a disminuirla o, por el contrario, favorecen su crecimiento. La difusión del conocimiento y la inversión en formación y capacitación empujan hacia la convergencia, hacia la reducción y compresión de las desigualdades. La ley de la oferta y la demanda, así como la movilidad del capital y la mano de obra también hacen tender hacia la reducción, pero esta ley económica es menos eficiente que la difusión de conocimientos y habilidades. El conocimiento y su habilidad de difusión son la clave del crecimiento general de la productividad, así como la reducción de la desigualdad dentro y entre los países. Otro factor que ayuda a disminuir la desigualdad es el avance tecnológico aplicado a la producción, pues con el tiempo exige mayores habilidades por parte de los trabajadores, por lo que la participación del trabajo en la renta total se elevará; es decir, el capital humano tiende a ser más capacitado y a tener mayor participación en la distribución de la riqueza entre los factores (capital y trabajo), generando una distribución más equitativa. Por el contrario, que la desigualdad crezca está asociado a dos cosas: una gran disparidad de la renta acelera el crecimiento de la desigualdad y, cuando el crecimiento es débil y el rendimiento del capital es alto, la desigualdad tiende a crecer. Este segundo elemento es el que representa la amenaza más grande para la igualdad.
Piketty (2014) concluye entonces que la desigualdad está creciendo más en la segunda década del siglo XXI y es necesario que los Gobiernos tomen acciones que le hagan frente; en particular, sugiere que se cobre un impuesto sobre el capital y no sobre los ingresos. Este último gravamen se ha estado aplicando desde el siglo XX, pero para enfrentar los retos del siglo XXI debería hacerse sobre el capital. Aunque considera que eso no bastará, sino que será necesario que se acompañe de una política económica y social que garantice servicios básicos e igualdad de oportunidades para la movilidad económica. El Estado, contrario a quienes dicen que no debe intervenir en la economía, necesita urgentemente realizar políticas que redistribuyan el ingreso; es posible que cometa errores, pero eso no debería ser una limitante para poder redistribuir la riqueza.
En este mismo sentido, el economista Gerardo Esquivel (2015) realizó un estudio para la Oxfam México, titulado Desigualdad extrema en México, concentración del poder económico y político. En este documento evidenció que la desigualdad estaba creciendo aceleradamente, lo que no solo trajo consecuencias sociales, sino que tiene implicaciones políticas que juegan un rol importante.
Esquivel (2015) reporta que uno de los aspectos más graves de la desigualdad es la distribución del ingreso, que entre mediados de los años 90 y 2010 disminuyó, pero fue mayor que la que había en los 80. Evidencia dos eventos contradictorios: ha crecido el ingreso per cápita, pero se han estancado las tasas de pobreza en el país. Lo anterior, debido a que el crecimiento se concentra en las esferas más altas de la distribución.
Así se entiende que la estadística que cita nos diga que en México al 1% más rico le corresponde un 21% de los ingresos totales de la nación. Otros –refiere– como el Global Wealth Report 2014, señalan que el 10% más rico de México concentra el 64.4% de toda la riqueza del país. Esa concentración de la riqueza explica que el número de multimillonarios mexicanos no creció mucho, pero sí que concentró más riqueza en los últimos años. En 2015 eran sólo 16 y en 1996 su riqueza equivalía a 25,600 millones de dólares; hoy esa cifra es de 142,900 millones de dólares. En 2002, la riqueza de cuatro mexicanos representaba el 2% del PIB; entre 2003 y 2014 ese porcentaje subió a 9%. Se trata de un tercio del ingreso acumulado por casi 20 millones de mexicanos (Esquivel, 2015).
Las consecuencias de la creciente desigualdad no son solo sociales, sino que los que han hecho grandes fortunas en el país han estado capturando al Estado mexicano. Esto se ve reflejado en que, ya sea por falta de regulación o por un exceso de privilegios fiscales, sus fortunas han crecido aceleradamente, abonando así a la exacerbación de la desigualdad. Por eso, para Esquivel (2015), una de las grandes deficiencias es que la política fiscal favorece a quien más tiene, pues no es progresiva y no tiene un efecto redistributivo en la economía; el sistema tributario mexicano beneficia a los sectores más privilegiados. Aunado a lo anterior, no hay impuestos a las ganancias de capital en el mercado accionario ni en las herencias, entre otras cosas.
Esta realidad afecta a la economía mexicana porque ante la escasez de recursos se recorta el capital humano y se pone en juego la productividad de los pequeños negocios. Por su parte, la política salarial imperante está pensada para contener el efecto inflacionario de la economía (Esquivel, 2015), por lo que en este momento no tiene razón de ser, pues el salario mexicano está por debajo de los umbrales de pobreza. Recalca, además, que la desigualdad ha generado otros problemas importantes: la pobreza de la población indígena es mayor en cuatro veces a la general; la educación pública esté quedándose rezagada frente a la educación privada; y la violencia está creciendo como consecuencia de la marginación.
Del análisis de los autores antes expuestos se puede afirmar que los estragos que causan la desigualdad son muchos, empezando por la polarización de la sociedad entre ricos y pobres, y, como consecuencia, baja escolaridad, altos niveles de pobreza y oportunidades desiguales de participar en el reparto de la riqueza nacional. Todos coinciden, cada uno desde su propia lectura, en que es necesario repensar cómo hacer que el Estado intervenga para corregir las fallas de mercado y orientar la economía para que la distribución de la riqueza sea más equitativa. De lo contrario, la polarización entre ricos y pobres no sólo traerá consecuencias económicas desastrosas, sino que puede poner en peligro la existencia misma de la sociedad occidental tal y como se le conoce. Piketty (2014) enfatiza que la concentración de la riqueza puede generar revoluciones sociales, como en 1789 en Francia.
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