Rusia no es un país pequeño y pobre. Es el más grande del mundo: 17 millones de kilómetros cuadrados (8.5 veces más que México, y el doble de Estados Unidos). Primera potencia nuclear, con las mayores reservas de gas natural y tercero en carbón. Tercer productor de petróleo y séptimo en reservas. Primer productor de gas natural, y quinto en reservas. Cuarto productor de electricidad. Primer productor de diamantes (60% de las reservas mundiales). Primer exportador de trigo (37 millones de toneladas, contra 26 de Estados Unidos), segundo productor de fertilizantes. Segundo exportador de cobalto, fundamental para la producción de baterías recargables. Tercer productor de níquel, oro, platino y antimonio. Tercero en reservas de Uranio y quinto productor. Cuarto productor de mineral de hierro y cuarto exportador de tungsteno, octavo productor de cobre. Posee la quinta parte de las reservas de agua dulce (puede cubrir las necesidades del mundo durante diez años). Tiene la mayor superficie de bosques, con tantos árboles como Canadá y Brasil juntos.
“En nuestro territorio están concentrados cerca de 40% de las riquezas naturales del mundo. Pero nuestra población es solo 2% de la población mundial” (Vladímir Putin).
Todo esto basta para desatar las ambiciones del imperialismo y su ofensiva, no solo hoy, sino de antaño. ?Napoleón invadió Rusia en 1812 con 691 mil soldados, “la Grande Armée”, el mayor ejército formado en Europa hasta entonces. Venciendo inicialmente la resistencia de las fuerzas del mariscal Kutúzov, logró llegar a Moscú, que le habían dejado abandonada e incendiada, helada y sin alimentos. La abandonó en diciembre, en una retirada catastrófica, agobiado por un crudo invierno; al final había perdido más de medio millón de hombres; su ejército quedaría reducido al 20% de su capacidad. La “campaña de Rusia” fue el principio del fin del imperio de Napoleón: abdicó en abril de 1814, y finalmente vino Waterloo en 1815.Tiempo después, cuando tras su unificación en 1871, Alemania inició su expansión industrial, carecía de mercados y materias primas; para obtenerlos declaró la guerra a Rusia, en 1914; una sangrienta confrontación que terminaría con las negociaciones de Brest Litovsk, frente al gobierno triunfante de Lenin, surgido en medio de la Primera Guerra Mundial. Muy cara pagó el mundo capitalista su aventura. Pasaron 27 años, y, nuevamente, para destruir a la URSS, y argumentando que Alemania necesitaba su “espacio vital”, el 22 de junio de 1941 Hitler la invadió (Napoleón lo había hecho un 23 de junio), con el ejército más grande de su época: de entrada, 3.8 millones de soldados cruzaron la frontera en la operación Barbarroja. Resultado: el rotundo fracaso frente al pueblo ruso y su ejército comandado por Stalin y Zhúkov… y el colapso del Tercer Reich.
Hoy la historia se repite. Estados Unidos y la OTAN atacan a Rusia, usando a ¡los nazis ucranianos! como punta de lanza y carne de cañón. Arguyen, ayudados por las plañideras pagadas de la prensa, que Vladimir Putin anexionó Crimea e invade Ucrania. Mas recordemos, de paso, que históricamente esta última (la Rus de Kiev) formó parte del imperio ruso desde su origen mismo, y perteneció luego a la URSS. Crimea es rusa. Su población, como la del Donbass, es rusa. Ciertamente, en 1954, Nikita Jrushchov, ucraniano, transfirió Crimea, como graciosa donación a sus paisanos, con todo y los habitantes rusos, quienes hoy, en referéndum, por abrumadora mayoría, han decidido retornar a la madre patria.
Como condición indispensable para apoderarse de los recursos naturales de Rusia, los imperialistas buscan imponer “un cambio de régimen”, derrocar a Vladimir Putin. Disfrutaban con el régimen de Mijail Gorbachov, quien desde las postrimerías de la URSS había rendido la plaza. Desmanteló al país con la perestroika y la glasnost, tan festejadas en Occidente, renunciando de facto al papel gobernante del PCUS. Esto opinaban los imperialistas de “Gorby”, como cariñosamente lo llamaban: “El presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, aseguró ayer en Londres que ‘hay que hacer todo lo posible para ayudar’ a la política de perestroika (reestructuración) emprendida en la Unión Soviética por Mijail Gorbachov. ‘Esto significa’, añadió, "reconocer abiertamente el cambio positivo en la URSS, y admitir su mérito" (El País, 3 de junio de 1988). En pago a esos “méritos” le otorgaron el Premio Nobel de la Paz en 1990.
Con motivo de la muerte de Gorbachov en agosto pasado, BBC News citaba algunos de los elogios más exaltados de los agradecidos líderes del mundo capitalista. Mire usted cuánto cariño rebosan: “… el secretario general de la ONU, António Guterres, emitió una declaración en honor al ‘estadista único en su tipo que cambió el curso de la historia’. […] Joe Biden […] dijo que este había sido un hombre ‘de una visión extraordinaria’ […] En Rusia, sin embargo, su reputación nunca se recuperó entre quienes lo consideran el culpable de la caída de la Unión Soviética. Cuando se presentó a las elecciones presidenciales en 1996 solo recibió el 5% de los votos […] Gorbachov analizaba así su papel en la caída del bloque soviético: ‘A pesar de todos los males y miserias actuales, los rusos, y en general la gran mayoría de los ciudadanos de los países de la ex órbita soviética, prefieren vivir en una sociedad libre y democrática, como la que hoy disfrutan, a la situación que vivían bajo el comunismo’ […] Tras su elección, la entonces primera ministra británica, Margaret Thatcher, le dio lo que fue considerado como el visto bueno de los países occidentales. ‘Me gusta Gorbachov’, dijo la Dama de Hierro. ‘Creo que podemos hacer negocios con él’ […] Gorbachov […] se alió con Estados Unidos durante la Guerra del Golfo en 1991 […] En julio de 1989, anunció ‘que los países miembros del Pacto de Varsovia podían decidir su propio futuro’” (Hasta aquí la cita de BBC News).
Vino después el dipsómano Boris Yeltsin, a completar la faena. Era el encanto de los imperialistas, pues denigró al país y terminó de desmantelar el aparato económico, político y militar soviético. Privatizó la economía y aumentó la deuda. Durante los años noventa, mientras el imperialismo devoraba los despojos de la otrora gran potencia, Rusia se convirtió en un país pobre y se sometió al condicionamiento político de los créditos (manzanas envenenadas) del FMI. Yeltsin dejó avanzar movimientos separatistas, como el de Chechenia, dejando a Rusia amenazada por la balcanización. De esa calaña son, pues, los líderes “inteligentes y flexibles” que gustan al mundo capitalista.
En medio de este caos, Vladimir Putin llegó al poder en diciembre de 1999, y la situación dio un giro. Terminó con el entreguismo, recuperó el crecimiento económico; detuvo la ola privatizadora y retomó el control del Estado sobre los energéticos: el gas es administrado hoy por la paraestatal Gazprom Neft; recuperó los recursos naturales, incluyendo la salvaguarda del ártico ruso, estableció leyes que protegen la soberanía; liberó a Rusia del control del FMI y de la descarada intervención norteamericana; cohesionó al país; fortaleció la alianza con China, apoyó a Siria en su resistencia al imperio, y hoy hace frente al avance de la OTAN, en Ucrania. En contrapartida, los Estados Unidos desprestigian a Putin, cuestionan las elecciones donde ha ganado y alientan a opositores internos. No obstante: “[la] Popularidad de Putin aumenta […] Señala una encuesta publicada por un instituto ruso independiente […] Aproximadamente 83% de los rusos aprueba la acción de Vladimir Putin, que ganó 12 puntos en popularidad con respecto a febrero, según la encuesta publicada este jueves por el instituto ruso independiente Levada…” (DW, medio alemán, 31 de marzo de 2022).
La ofensiva contra Rusia no busca, pues, llevar la democracia ni “los valores de Occidente”, ni “ayudar a los pobres ucranianos”, sino destruir al país, controlar sus recursos, y para ello, derrocar a Vladimir Putin. Finalmente, pretende cercar por el oeste a China, someterla y así controlar todo el planeta bajo la égida del imperio. Pero el pueblo ruso, como ha hecho históricamente, sabe defenderse, lo está haciendo y saldrá triunfante. La historia se repite en un ciclo, pero en espiral, a un nivel superior. De todo esto resultará la quiebra final del imperio.
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