La demanda de la Fiscalía General de la República para encarcelar a 31 científicos ha sido condenada, casi unánimemente, por la prensa nacional, y con justa razón. Pero no basta con que lo diga la prensa, habituada a acusar, juzgar y sentenciar por sí sola. Tampoco el dicho del presidente López Obrador, dado también a asumir funciones trinitarias de fiscal, juez y verdugo, acusando a la ligera, amparado en el monotemático discurso de “combate a la corrupción”. Desde su púlpito y con el inmenso poder mediático de que dispone, mancha y destruye honras, mientras exhibe total autismo político frente a escandalosos casos de corrupción en su entorno cercano y en las más altas esferas del poder. Contra todo sesgo de gobierno y prensa, corresponde a los jueces determinar sobre inocencia o culpabilidad de los acusados.
La historia, muy resumida, es la siguiente. La Fiscalía General de la República, basada en una denuncia del Conacyt, solicitó al poder judicial orden de aprehensión contra los investigadores; que se les encierre, pide, en el penal de máxima seguridad del Altiplano (en algún caso hasta por 40 años), como delincuentes de la más alta peligrosidad, acusándolos de lavado de dinero, delincuencia organizada y peculado. Los acusados pertenecen al Foro Consultivo, Científico y Tecnológico, organismo legalmente constituido y facultado para recibir financiamiento gubernamental. En julio de 2019, el Foro solicitó los recursos correspondientes, y el Conacyt se negó. Los científicos se ampararon, y el pasado 24 de agosto la Suprema Corte de Justicia emitió resolución definitiva: a los quejosos les ampara la ley. Seguidamente un juez federal rechazó la petición de cárcel de la FGR y devolvió el expediente, por inconsistencias en la carpeta de investigación. Ante esto, y por segunda vez, la Fiscalía presentó su petición y, nuevamente, el 22 de este mes un juez federal negó en definitiva girar las órdenes de aprehensión. Por sorprendente que parezca, ahora ¡por tercera vez! la FGR demanda el encarcelamiento y el presidente apuntala la persecución, con la salomónica salida de que “el que nada debe nada teme”.
Pero éste es solo el último incidente de una larga cadena que exhibe una política de Estado. Dijo AMLO que gobernar no requiere ninguna ciencia, y cumple. El año pasado suprimió 91 fideicomisos de igual número de programas de investigación científica. Redujo los apoyos para becas e investigación en el extranjero: en 2019 hubo 1,734 proyectos; el año pasado 758, y en junio pasado solo 108 (Tercer Informe de Gobierno). Hay 792 becas menos para estudios de posgrado en el extranjero; hoy tenemos la cifra más reducida en nueve años. “Entre 2019 y 2021, México tiene 5 mil 383 personas menos haciendo trabajo científico y tecnológico…” (Animal Político). En cifras cerradas, en 2018 se aplicaron a ciencia y tecnología 32 mil millones de pesos; este año, 27 mil 500. Durante siete meses se suspendió el pago a madres solteras becarias del Conacyt, argumentando “un proceso de adecuación administrativa de los programas presupuestales”. Es el desmantelamiento del aparato científico, todo bajo el sagrado manto del “combate a la corrupción”.
Muchos analistas famosos atribuyen la embestida contra los 31 científicos a fijaciones del presidente y venganzas del fiscal Gertz Manero, rechazado durante 11 años por el SNI y admitido recientemente en el nivel III; o a las vendettas de María Elena Álvarez-Buylla Roces. Dicho sea de paso, su espíritu persecutorio exhibe la involución de la izquierda mexicana, desde la decente figura de su abuelo, el muy respetado don Wenceslao Roces, a su inquisidora nieta modelo 4T. Pero sigamos. Hay, ciertamente, una razón ideológica: Andrés Manuel López Obrador es un místico movido por sus propias fobias; refractario al saber científico, sustituye la racionalidad por la magia.
Sin negar que estos factores influyen, y fuertemente, considero que la persecución tiene por telón de fondo algo más profundo, de orden estructural: concretamente, la instrumentación del modelo económico global. López Obrador es, no obstante su discurso nacionalista, diligente ejecutor de una política diseñada por las grandes potencias; como dice Joseph Fontana, por el bien del imperio. Conviene a los países ricos que los pobres no desarrollen ciencia y tecnología propias, pues si lo hiciesen ya no gastarían sumas cuantiosas en la adquisición de patentes (95% de las registradas en México son extranjeras), y en un mundo regido por la economía del conocimiento, elevarían su competitividad, mermando las utilidades de las transnacionales. Frenar la ciencia es característica inmanente al modelo económico que impone una división del trabajo que nos condena a ser simple mano de obra, maquiladores y usuarios de tecnología importada. Y si la nuestra se rezaga, la producción mexicana consume más tiempo de trabajo, contiene más valor, es más cara y pierde competitividad. México no compite en tecnología, sino en abaratamiento arbitrario de la fuerza de trabajo, imponiendo salarios bajos, atractivos al capital extranjero, evidencia del carácter atrasado y primitivo de nuestro capitalismo.
Desarrollar ciencia es ganar también soberanía, como hace Cuba, en biotecnología, medicina y otras áreas. Honroso ejemplo, ha creado dos vacunas contra la covid-19: la Abdala y una más en proceso de prueba. Igual ha hecho Rusia con la Sputnik-V, del más alto grado de eficacia; y China con las suyas. Eso es construir realmente soberanía nacional. Nosotros, en cambio, mendigamos vacunas a Estados Unidos, ahondando nuestra dependencia, como clientes pasivos de las corporaciones farmacéuticas. Para esto, en efecto, gobernar no exige mucha ciencia. También el monopolio científico y tecnológico es una poderosa arma del imperio para asegurar su dominio político militar. Por eso, por ejemplo, Estados Unidos pretende someter a Irán y Corea del Norte por sus programas nucleares mientras, contradictoriamente, entrega hoy a Australia, su aliado, tecnología nuclear de punta en submarinos para cercar a China.
Pues bien, para concluir el caso que nos ocupa, vale decir que contra el abuso protestó el rector de la UNAM, Enrique Graue; también el sindicato de académicos de la UAM, que exigió “el cese de las amenazas y el amedrentamiento contra los acusados […] y del uso faccioso de la justicia…” (Expansión, 23 de septiembre). Otro pronunciamiento de investigadores, este en change.org, respaldado ya por cerca de 8 mil firmas, manifiesta: "El fiscal general está tratando de atemorizar a quienes, desde la comunidad académica, han expresado pública y abiertamente sus diferencias con las actuales políticas del Conacyt". En igual sentido se pronuncian otras comunidades, como El Colegio de México.
Tres reflexiones finales. Primera, muy bien que medios de prensa y periodistas de fuste protesten ante el abuso de poder contra los científicos, pero ¿son estos últimos el único sector social golpeado y perseguido ilegalmente por la 4T? De ninguna manera. Y el sesgo de los comentaristas se aprecia en su silencio cómplice y total falta de congruencia frente a otros casos, igualmente graves; lo mismo que hace AMLO al usar dos varas para medir la corrupción. La sociedad toda debe sensibilizarse y hacer frente, solidariamente, a todo abuso de poder, contra quienquiera que se cometa. La selectividad en la solidaridad revela mezquindad. Segunda, numerosos científicos y académicos votaron por AMLO, atraídos por su oferta política facilona; pues bien, éste es el resultado. Sin duda lo que hoy ocurre debiera constituir un motivo de preocupación y reflexión a las personas pensantes, de buena fe pero equivocadas (excluyo aquí a los fanáticos), para valorar el rumbo que se viene dando al país. Tercera, y en síntesis, necesitamos un gobierno que fomente la ciencia, para revertir la dependencia del imperio y construir verdadera patria.
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