A estas alturas nadie ignora que el importante semanario británico publicó en su portada la efigie del presidente López Obrador adornado con los símbolos de su administración: la militarización del país, la refinería de Dos Bocas y el Aeropuerto Felipe Ángeles, y un artículo con críticas, a mi parecer nada extraordinarias ni novedosas, sobre su manera de ejercer el poder. Hasta donde sé, ha habido solo dos respuestas oficiales. Una carta a la editora de la revista del canciller Marcelo Ebrard y el comentario, visceral y vitriólico como siempre, del presidente, en su conferencia mañanera del 28 de mayo.
Sobre la carta del canciller, debo decir que su forma es pulcra, diplomática, con una sintaxis limpia y con una cierta lógica coherente, que no son comunes en el gobierno actual. Sin embargo, su contenido no es una refutación puntual de las principales afirmaciones y críticas de la revista, con datos, cifras y hechos que prueben lo contrario. Es más bien una imagen de México y su gobierno diametralmente opuesta a la dibujada por el semanario británico, la imagen que crea y recrea el presidente López Obrador en sus mañaneras, sin cifras ni hechos que la sustenten. El canciller dibuja un México casi perfecto, paradisiaco, idílico y, en consecuencia, falso. Esa imagen debió resultar chocante para The Economist, como lo es para una buena cantidad de mexicanos que vemos otra cosa distinta. Creo que los editores del semanario, lejos de aceptar esa película, pensarán que es una defensa a ultranza del gobierno del que forma parte el canciller, por lo que le faltan la distancia y objetividad necesarias para juzgar su obra. En fin, que como desmentido a su publicación, carece absolutamente de valor.
¿Y qué decir de la respuesta mañanera del presidente? Dijo lo que se esperaba de él: “Esa revista ¿qué es lo que hace? El ridículo, y en el periodismo y en la política se puede hacer todo, pero procurar no hacer el ridículo. O sea, imagínense una portada como si fuese un cartel, una propaganda, muy ramplona, de pasquín, entonces no les ayuda”. Y en seguida les da un consejo muy sabio para el futuro: “Si de por sí los medios de información están atravesando por una severa crisis de credibilidad, esas revistas famosas están atravesando por una situación crítica pero si no cambian su política editorial y no actúan con ética, pues no los van a leer ni en Londres”.
¿Quién hace el ridículo? Estoy seguro que la intención de los editores, que no son ningunos novatos en esto de deshacer ídolos de barro, es la de que ese ridículo caiga sobre el presidente de México y no sobre su revista. Sorprende más, por eso, la ingenuidad del presidente al atreverse a dar consejos de cómo hacer periodismo a la revista más antigua y exitosa de Europa y probablemente del mundo. Pero lo esencial es si la diatriba presidencial va al grano, si refuta las críticas y señalamientos, falsos a su juicio, que le hace el artículo sobre su gobierno y sobre su personalidad de gobernante. Y la respuesta evidente es que no. Rehúye entrar en materia y prefiere irse por la descalificación pura y simple, que no es una refutación. En resumen, pues, creo que el gobierno de México no ha estado a la altura de la crítica del semanario británico.
Ahora bien, si solo paramos atención en lo que dice sobre la crisis económica; la progresiva demolición del Estado de Derecho y la democracia; la promulgación de leyes que han debilitado la confianza de los inversionistas; el cambio intempestivo de las reglas del juego en sectores clave para la inversión extranjera y nacional; sobre el ataque continuo a los órganos autónomos que estorban a su gobierno unipersonal; incluso si no pasamos por alto lo que dice sobre la incapacidad de la oposición para hacer una autocrítica seria de su anterior desempeño y para formular un proyecto alternativo de país que supere al de la 4ª T, tenemos que aceptar que todo eso es totalmente cierto, aunque lo diga The Economist.
Sin embargo, es bueno recordar que esta revista no es la primera en decirlo ni la que nos ha venido a abrir los ojos sobre nuestra realidad. Por el contrario, su crítica es extemporánea, tanto si tomamos en cuenta el trabajo que han venido haciendo a este respecto una multitud de comentaristas, publicistas, columnistas y politólogos mexicanos, como si lo vemos en relación con la tarea de concientización y politización del electorado con vistas a los comicios del 6 de junio. Tiene razón Enrique Quintana, de EL FINANCIERO, cuando dice en su columna del 28 de mayo: “Quienes en México son lectores de The Economist, simplemente coincidieron con lo apuntado, que por cierto se lee con frecuencia en la prensa mexicana”. Así es, en efecto.
La relevancia de lo dicho por el semanario británico no está en esto. La cuestión es otra. Muchos reconocen a The Economist como la revista especializada más poderosa e influyente del mundo desde hace muchos años, desde la primera mitad del siglo XIX; pero todos dejan la impresión de que esos atributos nacen de la alta preparación intelectual de sus especialistas, de la finura y penetración de sus plumas, de su olfato periodístico y capacidad de rápida orientación en el vasto océano de la economía mundial y del profesionalismo de todo su personal. Pero no es así. En el mundo de nuestros días, y el mismo López Obrador lo ha dicho varias veces, toda la gran prensa es parte de los grandes monopolios trasnacionales, de los cuales obtiene financiamiento, la información previamente filtrada, el enfoque o manejo que debe dar a la noticia y su línea editorial. En pocas palabras, está al servicio de ellos y es a ellos a los que sirve y defiende, no a las grandes mayorías empobrecidas. ¿Hay excepciones? Sí. Honrosas pero muy escasas y siempre en dificultades para sobrevivir. The Economist no es una de ellas.
Así que nadie debe engañarse: el poderoso semanario británico no defiende al pueblo mexicano; es el vocero de los grandes monopolios financieros y bancarios del mundo, principalmente de Wall Street y de la City de Londres y nada más. Tampoco hay que despistarse porque se diga defensor inflexible del régimen liberal-democrático y enemigo irreconciliable de los dictadores. Todos los que presumen de eso, sin excepciones, mienten intencionalmente o se equivocan, porque hacen de la libertad y la democracia un fin en sí mismas y no un simple medio para construir una sociedad más justa, que responda a los intereses y necesidades de todos y no solo de unos cuantos privilegiados. Quienes se rasgan las vestiduras por la falta de libertad y de democracia, pero jamás dicen una palabra sobre la brutal concentración de la riqueza y los océanos de pobreza que genera por contrapartida, ni de la necesidad de acabar con estas lacras, no pasan de ser buenos samaritanos en el mejor de los casos, pero no verdaderos líderes de las causas sociales. Como The Economist.
Pero en esto reside la relevancia de su crítica a lo que ocurre en México. A mi juicio, no es un error ni una manifestación de “la soberbia petulante británica” (Riva Palacio en su columna del 28 de mayo) su final llamado a EE.UU. y a su belicoso presidente Joe Biden a intervenir, con prudencia pero con firme decisión, en los asuntos mexicanos. Es la voz de los más poderosos Bancos del mundo, inquietos, preocupados e irritados por lo que está ocurriendo en México; y quizá sea un mensaje del mismo Biden a López Obrador usando como boca de ganso a The Economist. Sí, es un intervencionismo abierto la portada y el artículo del semanario, pero no de su director ni de los editores de la revista, como reclama el canciller Ebrard, sino de quienes gobiernan el mundo.
Y el primero que debe entenderlo es López Obrador, porque es él, con su arrogancia ignorante, con su total desconocimiento de la geopolítica, del movimiento de los grandes intereses del planeta, el que los está provocando e irritando irresponsablemente al dañar sus intereses con medidas de política económica y de política a secas, sintiéndose todopoderoso y capaz de desafiar al imperio financiero, económico y militar de las potencias. Yo lo dije en un mitin de campaña en 2018 con estas palabras: “La propuesta de la izquierda me parece doblemente peligrosa porque no plantea la verdad sobre la situación del modelo económico y, por lo tanto, no plantea medidas económicas que realmente remedien el problema y, en cambio, plantea medidas demagógicas que, sin ser la solución, van a desestabilizar al país y van a crear una atmósfera muy difícil de controlar”. Esto es exactamente lo que estamos viviendo hoy.
Es el presidente quien está provocando la tormenta que nos amenaza. No sabe calcular su margen de maniobra ante las grandes potencias; se olvida que el 80% de nuestras exportaciones van a EE.UU., que casi toda la IED viene de allá y que miles de familias mexicanas pobres viven de las remesas de sus hijos. No ha entendido que la soberanía no se defiende ni se conquista con discursos arrogantes y vacíos, o con leyes que dañan más al país que a los agentes de seguridad extranjeros, sino trabajando ardua e inteligentemente para disminuir nuestra dependencia colonial respecto al coloso del norte. Y como no entiende eso, desafía con imprudencia a EE. UU. sin tener claro qué hará en caso de un contragolpe demoledor. Eso es hacerle al aprendiz de brujo, que aprendió a despertar al diablo pero no a dormirlo en caso de peligro.
Provoca la ira de las potencias mientras mina y destruye el profesionalismo y la permanente preparación de nuestro ejército, convirtiéndolo en milusos. Y ante una advertencia tan severa como la de The Economist, contesta con diatribas, descalificaciones y consejos periodísticos. Pues ¿no que uno puede hacer todo, menos el ridículo? The Economist no puede ni quiere salvar a los mexicanos; pero su amenaza debe prevenirnos, debe ponernos en movimiento decididos a conjurar el peligro y a poner el verdadero remedio a la situación: sacar a Morena de Palacio Nacional empezando ya, el próximo 6 de junio, para comenzar a construir un México nuevo.
0 Comentarios:
Dejar un Comentario