MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

El año que cambió la historia, la Revolución Rusa de 1917

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«¿No convendría que las exclamaciones de saludo al Poder de los Soviets y a los bolcheviques se vieran acompañadas con mayor frecuencia del más serio análisis de las causas que han permitido a los bolcheviques forjar la disciplina que necesita el proletariado revolucionario?». Estas eran las palabras de Lenin, el líder de la Revolución de Octubre, unos meses después de la toma del Palacio de Invierno. ¿No convendría, siguiendo su razonamiento, estudiar el proceso interno, molecular, del momento histórico más allá de aplaudirlo y vitorearlo? No significa esto que no reconozcamos la hazaña de los Sóviets rusos de 1917; lo que implica es que aprendamos de ella para lograr emularla en las nuevas condiciones históricas en que nos encontramos. 

La trascendencia de la Revolución de Octubre de 1917 radica, fundamentalmente, en haber sido la primera revolución proletaria triunfante de la historia de la humanidad. Antes de ella sólo habían existido dos intentos significativos, intentos sin los cuales no habría podido ser el levantamiento obrero de 1917. La escuela sangrienta de 1848 (Revoluciones obreras en Europa) y 1871 (Comuna de París) fue necesaria a los obreros y campesinos rusos para lograr la inolvidable hazaña histórica a la que hoy aludimos. La historia, sobre todo los historiadores modernos que cada vez abandonan más y más el camino de la verdad, han pretendido, para salvar su prestigio entre los grupos y las élites gobernantes, olvidar el suceso histórico de mayor trascendencia desde la gran Revolución Francesa. Toneladas de polvo han caído sobre las investigaciones de la Revolución rusa de 1917; sin embargo, tal y como lo señalara el historiador más preclaro del siglo XX: Erick Hobsbawm, la toma del poder de los sóviets en Rusia inauguró el inicio del siglo, que terminaría precisamente con la caída del gobierno soviético en 1991. 

Sin embargo, más allá de lo que se rumie en las bibliotecas, oficinas y aulas universitarias, la clase trabajadora tiene como una de sus obligaciones, estudiar y comprender la historia de la Revolución Rusa, no sólo para alabar y recordar a los héroes de 1917, como planteamos en las primeras líneas, eso es necesario, pero insuficiente. La necesidad de estudiar este proceso radica en que está íntimamente ligado a la historia y la vida de los trabajadores del mundo. La historia nacional no es más que una etapa del proceso de vida de una sociedad; en realidad, dentro de cada país coexisten dos naciones irreconciliables: la de los trabajadores y la de aquellos que se quedan y apropian de su riqueza, los capitalistas. 

La vida discurre de manera contraria para cada uno de estos grupos y lo que un suceso histórico, político o económico, provoca en una, puede ser completamente distinto, y opuesto, en la otra. De tal manera que, de los grandes acontecimientos de la historia universal, la Revolución Rusa representa una etapa del pasado directo de la clase trabajadora sin importar nacionalidad, raza u origen. Su valor radica en que es ella el ejemplo preclaro, el más grande y poderoso, de la posibilidad real de que el pueblo, el hombre común, el trabajador de la fábrica y el campo, tome el poder. Es la primera gran manifestación del contenido irrefrenable de la voluntad de las masas y de la teoría revolucionaria combinadas puestas en acción; si alguna vez, en cualquier parte del mundo, el pueblo dudase de su fuerza y de su inteligencia, solo bastaría voltear un poco hacia Oriente para recuperar la voluntad y la confianza que la vida de miseria le ha arrebatado. 

Si buscamos comprender la Revolución de Octubre, sería un error fatal estudiar únicamente su fase final: la insurrección que el 25 de octubre permitió la toma del Palacio de Invierno. En realidad, la Revolución de Octubre de 1917 comenzó abiertamente en 1905. Después de dos años precedidos por huelgas y manifestaciones aisladas, en enero de 1905 los campesinos y obreros, de manera casi instintiva aunque organizados bajo la bandera del pope Gapón, salieron a la calle a exigir mejores condiciones laborales para la incipiente clase obrera, que no sólo pasaba por las horcas caudinas que Occidente había atravesado medio siglo antes, sino que, al mismo tiempo, se veía arrastrada, junto con el campesinado, a una guerra irracional con Japón a la que era lanzada como ganado al matadero. Este proceso tuvo su clímax en el “domingo sangriento”; en él fueron asesinados miles de trabajadores a quemarropa y sin contemplaciones por parte de la policía zarista; definió el inicio de una nueva etapa en la vida y en la consciencia del proletariado ruso: el tiempo del «padrecito zar» había terminado, ahora comenzaba la época de los soviets, forma de organización popular que surgió precisamente en el movimiento de 1905 y sobre la que se consolidaría el poder obrero emergido en 1917. 

Tras la creación de los sóviets, y después de un período de reorganización y depresión social, los obreros rusos, particularmente los de San Petersburgo, ciudad que contenía no sólo la cantidad, sino la calidad y la valentía de la clase trabajadora, resurgieron del letargo después de casi seis años. Para 1911 las huelgas y las manifestaciones en contra del zar y la autocracia se multiplicaban en toda Rusia aceleradamente. Sin embargo, en el palacio del zar, la inconciencia garantizaba la paz. Arropados bajo el manto pestilente a alcohol de Rasputín, Alejandro II y Alejandra Feodorovna, la zarina, se dicen entre sí para ocultar el miedo a su inminente caída: «Las cosas toman un buen giro, los sueños de nuestro amigo (Rasputín) tienen un gran significado». Qué lejos de la realidad estaban estas palabras que pretendían ocultar el ruido que hacía el suelo que se quebraba bajo sus pies. 

La entrada a la Primera Guerra Mundial, en la que Rusia no tenía absolutamente nada que pelear o defender, considerando que era un Imperio en decadencia que más que buscar cómo crecer debía pensar en cómo postergar su inminente muerte, fue la sentencia que el propio zar –cuya personalidad han definido tanto historiadores burgueses como proletarios como abúlica, pero que sólo podía explicar la situación general de la monarquía rusa–, firmaba sobre el feudalismo. A principios de 1917, posiblemente el año más largo, convulso e importante de la historia del pueblo ruso y del mundo moderno, se dibujaba, sobre todo para las cabezas aturdidas de la monarquía, un cielo de tormenta. Los primeros meses salieron a las calles 575,000 huelguistas que, a diferencia de los 140,000 de 1905 no pedían sólo pan y trabajo, sino que gritaban, provocando un estruendo estentóreo, “Abajo el zar y la Autocracia”. Las demandas políticas de un pueblo cansado de las miserias que la guerra y el hambre le hacían insufribles, terminarían por ser la chispa que encendería la primera gran revolución de ese año: la revolución de febrero, que terminaría con el zarismo y dejaría el poder en manos de la naciente y timorata burguesía rusa, proceso que revisaremos en la segunda parte de este análisis. 

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