A pesar de lo mucho que el corpus marxista ha teorizado sobre (cómo organizar) la revolución, muchas veces se soslaya su carácter fundamental, a saber, que las revoluciones son movilizaciones masivas y desbordamientos activos de centenares y hasta millones de individuos que toman las calles por asalto para dejar constancia de las inconformidades existentes y exponer su programa mínimo de principios para cambiarlo todo.
Porque las revoluciones son actos masivos esencialmente contradictorios que albergan dentro de sí una tensión dialéctica que se nutre de una lucha de (procesos) contrarios. Por decirlo en palabras de Arno J. Mayer, La(s) Revolucion(es) evoca(n) oposiciones vinculadas dialécticamente: alumbramiento y oscuridad. Y si es verdad lo anterior, podemos proponer para entender el fenómeno en toda su dimensión, que los procesos revolucionarios acumulan dentro de sí una herencia histórica de violencia, de resentimiento y de deseos vigorosos de ajustes de cuentas a causa de la opresión y la explotación de las clases dirigentes sobre los oprimidos, al mismo tiempo que una fuente de alegría y satisfacción interna, del alumbramiento de una posibilidad luminosa de un futuro común. En las revoluciones conviven, pues, las furias y las alegrías; dos caras contrapuestas: una gloriosa, una violenta; una atractiva, otra terrorífica.
Las revoluciones son actos masivos esencialmente contradictorios que albergan dentro de sí una tensión dialéctica que se nutre de una lucha de (procesos) contrarios
En este pequeño artículo queremos exponer el flanco luminoso, hacer ver los procesos revolucionarios como días de fiesta, como días de regocijo generalizado e intentar mostrar esa faceta poco referida. Basta ver la reconstrucción de la vida cotidiana que hace John Merriman de la Comuna donde nos cuenta que París era una especie de fiesta permanente donde la gente corriente disfrutaba de su libertad ocupando las espaciosas plazas, los edificios aristocráticos; una ciudad que entonaba canciones revolucionarias como la Marsellesa, la Canción de la Partida o la Carmañola; en la que los estudiantes y los enamorados atiborraban los cafés, y que permitía que en los salones se hablara de política en voz alta con entusiasmo. Dicho de otra manera, después de una situación revolucionaria, París se había convertido en una ciudad libre en una época de grandes sueños.
Y es que uno de los primeros estragos que las revoluciones infligen al statu quo es el resquebrajamiento de la lógica interna del orden social imperante. De repente, los individuos toman conciencia de la absurdez de la realidad, de lo artificial e inauténtico de las dinámicas de explotación y opresión y renuncian a seguir escenificando un papel en el ridículo consenso de sumisión. De manera dispersa, diferenciada y discontinua, los actores sociales tienden a intuir el peso específico de su fuerza para inclinar la balanza en la lucha de clases.
Durante un periodo, por lo general efímero, se instaura una atmósfera general en el ánimo de los insurrectos en donde se (les) revela la incoherencia del “orden natural de las cosas” y lo indefendible del statu quo; la revolución, entonces, es en cierto sentido la conclusión colectiva de la necesidad de la destrucción de los pilares sobre los que descansa el estado natural de las cosas, ante la toma de conciencia de lo absurdo del sistema de explotación y dominio. De repente el poder está disponible y puede tomarlo quien quiera.
Siguiendo a Daniel Bensaid, en las situaciones revolucionarias, la acción colectiva es algo mucho más vasta donde se impone en la atmósfera el buen humor y se hace cosa natural ayudarse unos a otros y cooperar en cosas comunes. De hecho, las comparaciones entre la revolución y la fiesta, fueron observadas por Lenin, uno de los dirigentes de la revolución triunfante más importante del siglo XX, que llegó a definir las revoluciones (como bien nos recuerda Enzo Traverso) como el festival de los oprimidos y explotados.
Esta metáfora puede interpretarse de manera muy literal puesto que, retomando a Traverso: “Las insurrecciones son por lo común estallidos de pasión alegre, en las que la gente se lanza a la calle, se abrazan unos a otros, saborean el placer de reunirse y se sienten unidos en cálida comunidad. En esta erupción de regocijo hay una sensualidad que disuelve repentinamente las inhibiciones y las formas usuales de la cortesía y el decoro, de modo que besar a extraños en medio de la multitud se siente natural y delicioso. Hay un éxtasis de liberación.” Es innegable que la alegría y el jolgorio multitudinario está presente en los levantamientos políticos. Esta euforia, sin embargo, fácilmente puede convertirse en su flanco oscuro, aunque no es una condición necesaria.
Finalmente, por eso esperamos la revolución, porque inaugurará un periodo de días de fiestas.
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