El 20 de julio de 1923 –en Hidalgo del Parral, Chihuahua–, fue asesinado José Doroteo Arango Arámbula, el hombre que eligió Pancho Villa como su nombre de batalla. Hace 100 años terminaron con la leyenda del “famoso guerrillero”, como versa uno de los tantos corridos en su honor y memoria.
El aniversario 100 de la muerte del “Centauro del Norte”, como también se le conocía, pasó prácticamente desapercibido para la inmensa mayoría de los mexicanos por los que luchó y ofrendó su vida. El acto conmemorativo presidencial se realizó en el lugar de nacimiento de Francisco Villa, La Coyotada, en Durango, un pueblito de menos de un centenar de habitantes, donde el formalismo fue lo único que destacó.
Sobre la vida y hazañas de Villa se han escrito infinidad de materiales, desde biografías o novelas, pasando por Vámonos con Pancho Villa, hasta mamotretos como el del impostor director del Fondo de Cultura Económica (FCE), de cuyo nombre no quiero acordarme, como escribiera Cervantes en su célebre Quijote. En el cine también hay una cantidad importante de películas sobre el “Centauro del Norte”.
Después de los movimientos sociales de la segunda década del Siglo XX, México representó para Latinoamérica la posibilidad de que un representante que levantara la voz ante la emergente superioridad económica y militar de Estados Unidos de América (EUA), particularmente después de la fallida intromisión de tropas estadounidenses para detener al general Pancho Villa, a la que denominaron “Expedición punitiva”, por su incursión militar en Columbus, única invasión extranjera a EUA en el Siglo XX, de la que el “famoso guerrillero” salió triunfante, humillando a las tropas de Pershing, quien comandó un ejército que alcanzó los 12 mil efectivos y los recursos militares más avanzados de la época, pero sin que lograra su objetivo.
Después del asesinato Villa, en 1923, la República tomó su rumbo después de una década por demás sangrienta, de la que no hay datos precisos sobre la cantidad de muertos que sitúan entre 1.9 y 3.5 de millones. Como en toda revolución, la cuota fatal la puso el pueblo pobre, campesinos mayoritariamente.
Después del periodo revolucionario, los primeros gobernantes iniciaron la reconstrucción del país. Los gobiernos en los años 20 y posteriores dejaron su huella con obras o la creación de organismos que algunos aún existen, y México era una nación pujante; sin embargo, los ideales revolucionarios no se cumplieron, como apunta Adolfo Gilly en su obra La revolución interrumpida.
La suerte de Villa fue la misma de Emiliano Zapata, el caudillo del sur: murieron acribillados en cobardes emboscadas. Ambos representaban el sueño de un mundo mejor, su destino no podía ser otro.
En una carta, otro legendario guerrillero apuntó: “…en una revolución se triunfa o se muere (si es verdadera)”. Y los dos líderes revolucionarios representaban una amenaza para los fines de la naciente burguesía mexicana.
Para eso sirve el recuerdo de Pancho Villa, no para emular su invasión a Columbus, sino para recordar que el México profundo tiene dignidad, tiene historia.
Las falsas “transformaciones” representan un peligro, la que se vive en México por definición presidencial es la síntesis de los que apunta Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El gatopardo: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”.
Hace ya un buen tiempo que México dejó de ser el aliado de los pueblos en lucha, particularmente de Latinoamérica, dejó de ser el hermano que lo mismo dio refugio a republicanos españoles que huían del fascista Franco, a los correligionarios del dictador guatemalteco Arbenz, de allendistas chilenos, de moncadistas cubanos, etcétera y muchos etcéteras.
Desde el ignominioso “comes y te vas” de Fox a Fidel Castro, hasta ser la primera línea de contención de inmigrantes centro y sudamericanos rumbo al “sueño americano” con el gobierno de MORENA, nuestro México querido se ha convertido en poco más que el patio trasero, en un servil soldado raso que obedece las ordenes imperiales.
Para eso sirve el recuerdo de Pancho Villa, no para emular su invasión a Columbus, sino para recordar que el México profundo tiene dignidad, tiene historia.
Un gran maestro que ha construido la Organización de los Pobres de México hace un tiempo dijo que en este país “hace rato que nos hemos separado de nuestros hermanos latinoamericanos; todo el mundo, pero en especial América Latina nos ve como gatos del imperialismo, como servidores e incondicionales de los gringos, nos ven como un gobierno agachón y cómplice de la política de los gringos y es cierto, así estamos… hay que acabar con eso, hay que comenzar con una revolución educativa de fondo una educación que genere sabios, que genere creadores, inventores que levante la economía del país”.
También los biógrafos de Villa coinciden con que la educación fue una de sus mayores preocupaciones, seguramente porque él fue analfabeto y aprendió a leer en la cárcel. Los verdaderos transformadores de México han muerto defendiendo sus ideales, Miguel Hidalgo fue ejecutado en Chihuahua; Vicente Guerrero, fusilado en Cuilapan, Oaxaca; Zapata y Villa emboscados, uno en Chinameca y el otro en Parral.
Los falsos transformadores son comediantes con programa televisivo todas las mañanas, desde donde calumnian, ofenden, se promocionan, mienten, corrompen, aunque digan lo contrario, a estos no les pasa nada, no tienen de quien cuidarse porque sirven, y lo dicen descaradamente, a los dueños del dinero, tanto nacionales como de fuera del país; a estos les solapan los más extravagantes caprichos como una refinería que no da gasolina o un aeropuerto que aún “no funciona”.
Doroteo Arango o Pancho Villa, como usted guste, junto con Juan Nepomuceno o Juan Cortina en el Siglo XIX, fueron los que levantaron la mano contra el vecino del norte, ni por asomo hay pretensión a un llamado a imitar sus gestas guerreras, las condiciones históricas nos obligan a nuevas rutas, que nuestras mismas leyes lo permiten.
El recuerdo del general que comandó la División del Norte nos lleva, necesariamente, a formar una organización fuertemente cohesionada e inteligentemente dirigida, que triunfe y defienda sus logros democráticos para llegar al poder político y construir una sociedad más justa y equitativa, donde pague más impuestos quien más tenga, que haya empleos para todos los mexicanos, y bien remunerados, y que se invierta en la infraestructura urbana y rural en beneficio de las ciudades y el campo, que permita generar riqueza para aspirar a un vida mejor, con verdaderos hospitales, escuelas de calidad, servicios para una vida más digna.
Acaso ¿es mucho pedir?
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