Sobre el ancia marchita,
sobre la indiferencia que dormita,
hay un sagrado viento que se agita;
un milagroso viento,
de fuertes alas y de firme acento,
que a cada corazón infunde aliento.
Viene del mar lejano,
y en su bronco rugir hay un arcano
que flota en medio del silencio humano.
Viento de profecía,
que a las tinieblas del vivir envía
la evangélica luz de un nuevo día;
viento que en su carrera,
sopla sobre el amor, y hace una hoguera;
que enciende en caridad la vida entera;
viento que es una aurora,
en la noche del mal, y da la hora
de la consolación para el que llora . . .
Los ímpetus dormidos
despiertan al pasar, y en los oídos
hay una voz que turba los sentidos.
Irá desde el profundo
abismo hasta la altura, y su fecundo
soplo de redención llenará el mundo.
Producirá el espanto
en el pecho rebelde, y en el santo,
un himno de piedad será su canto.
Vendrá como un divino
hálito de esperanza en el camino,
y marcará su rumbo al peregrino;
dejará en la conciencia
la flor azul de perdurable esencia
que disipa el dolor con la presencia.
Hará que los humanos,
en solemne perdón, unan las manos
y el hermano conozca a sus hermanos.
No cejará en su vuelo
hasta lograr unir, en un consuelo
inefable, la tierra con el cielo;
hasta que el hombre, en celestial arrobo,
hable a las aves y convenza al lobo;
hasta que deje impreso
en las llagas de Lázaro su beso;
hasta que sepa darse, en ardorosas
ofrendas, a los hombres y a las cosas,
y en su lecho de espinas sienta rosas;
hasta que la escondida
entraña, vuelta manantial de vida,
sangre de caridad como una herida . . .
¡Ay de aquel que en la senda
cierra el oído ante la voz tremenda!
¡Ay del que oiga la voz y no comprenda!