Es lamentable el hecho de que la actividad cotidiana nos lleve a todos a ver lo que ocurre a nuestro alrededor con tanta naturalidad; que cualquier evento catastrófico sea efímero en nuestro pensamiento. La clase trabajadora se ha convertido en un ejército trashumante que va de la casa a su centro de trabajo y del trabajo a la casa; su actividad apenas le deja unos cuantos minutos para el esparcimiento, poca energía para pasar con su familia y ni hablar de lo que le queda para destinar a informarse de los problemas de su país y el mundo.
No es de extrañarse que frente a nuestros ojos se perpetren los peores crímenes, las más bajas vejaciones y que la población no haga nada al respecto; que ni siquiera la opinión pública los condene.
Hemos dejado pasar delante de nuestros ojos el hecho de que la causa de los problemas que nos atormentan proviene del sistema económico, que en la búsqueda de “abrir” nuevos mercados para las mercancías y capitales excedentes de los países desarrollados se desatan guerras; que con el motivo de tener el control sobre los recursos naturales, económicos y humanos, los empresarios se apoyan de gobiernos títeres que lo único que hacen es garantizar la explotación de los trabajadores; que en nombre del progreso, él nos ha llevado a contaminar ríos con los deshechos de las grandes fábricas; a deforestar inmensos bosques para después en esos terrenos cultivar alimentos o criar ganado, o peor aún destruir cerros enteros para que la minería pueda seguir “creando empleos”.
Que el único fin de nuestra vida sea producir mercancías en las fábricas para después adquirirlas en el supermercado; que nuestros hijos sean educados simplemente para que después puedan emplearse en trabajos mal remunerados y repetir el mismo ciclo de vida, tiene poco sentido: ¿A dónde nos ha llevado?
Para muchos no es tan claro, pero hoy los trabajadores del mundo producen tanta riqueza que es absurdo que siga gobernando la escasez en sus humildes hogares.
De acuerdo con la ONU-Habitat, el 97 % de las viviendas en el mundo no es accesible financieramente para quienes lo necesitan. Es decir, que de los 100 millones de trabajadores que están empleados en la industria de la construcción, lo más probable es que ninguno tenga acceso a una vivienda digna, o peor, a una vivienda propia. Construyen techos, pero no pueden usar uno para resguardarse con su familia. El ejemplo más claro podría estar muy cerca del lector.
Cada año se confeccionan en el mundo 100 mil millones de prendas, de acuerdo con el último informe Pulse of the Fashion Industry, mientras que la producción de calzado alcanzó los 23 mil 900 millones de pares el año pasado. Pero si nos paramos afuera de una fábrica textil podemos ver que los obreros que las producen tienen dificultades para vestir y calzar a su familia.
Se sabe por la ONU, que no es ninguna organización creada por los detractores del sistema, que para el 2022 se producía en el mundo alimento suficiente para alimentar a 10 mil millones de personas, pero al mismo tiempo cada día 24 mil personas murieron de hambre. De ellas, 18 mil son niños y niñas de entre uno y cuatro años. Un completo absurdo, que habiendo alimentos de sobra, tantos infantes sean orillados hasta la muerte por carecer del dinero para alimentarse.
En todo el mundo a los pobres, a los que producen la riqueza, les toca vivir amontonados, contando el dinero para pagar la renta, viajando apretados en un transporte público deficiente, racionando el agua, preocupados porque una enfermedad en la familia podría hacerlos caer en la miseria. ¿Vale la pena seguir ignorando que en este sistema no somos más que un saco de huesos y músculos que todos los días trabajan más duro para vivir peor?
Quizás tengamos que pensar en la posibilidad de construir una sociedad donde la producción se pueda planificar y se produzca lo que la población requiere; donde cada trabajador pueda tener lo indispensable para vivir dignamente, que cuente con transporte eficiente y limpio; donde la educación de sus hijos no sea un privilegio; donde ninguna persona muera por hambre ni por enfermedades curables. Hoy la riqueza que se produce alcanza para todo eso.
Entonces: ¿Valdrá la pena luchar por un mundo mejor? Si su respuesta es afirmativa, pongamos manos a la obra.
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