La experiencia de la humanidad ha demostrado, a través de los años, que los problemas a los que se enfrenta, con independencia de su complejidad y magnitud, se resuelven y se superan con la comprensión cabal de las causas que provocan o sostienen a los fenómenos que le son adversos y la unidad de acción de los individuos que forman un grupo determinado. La conciencia y la unidad férrea han sido dos elementos determinantes para el desarrollo de la sociedad.
La revolución de 1910 en nuestro país ejemplifica de forma sencilla la combinación de este binomio y su resultado. La naciente clase burguesa empresarial, consciente de sus intereses, identificó claramente el obstáculo y a sus defensores: el sistema opresivo de los grandes hacendados, protegido por la cúpula gobernante, al frente de la cual se encontraba Porfirio Díaz, que representaban un impedimento para la apropiación de las grandes extensiones de tierra y la expansión de sus negocios.
Si no comprendemos que los programas son un derecho de todos porque los recursos distribuidos son generados por los trabajadores, seremos presa de la manipulación ante el temor de perderlos.
Este nuevo sector acaudalado supo aprovechar la inconformidad creciente de los campesinos pobres, los unificó en un grupo más o menos compacto para librar una lucha y derribar del poder a quienes protegían el sistema vigente en ese entonces.
Es necesario subrayar que esa burguesía supo aprovechar en su beneficio las necesidades y aspiraciones de los campesinos y demás estamentos oprimidos como los artesanos y obreros; supo aglutinarlos para conformar una fuerza que acabó con más de treinta años de dictadura.
El resultado de esta gran movilización popular en la que los pobres combatieron con la firme y sincera esperanza de conseguir una vida mejor fue el beneficio de los grandes ricos, que aprovecharon hábilmente para sus intereses el descontento generalizado.
Engañaron al pueblo haciéndole creer que luchaban por su propia libertad; en realidad, no fue así. Debe quedar claro que fue la fuerza del pueblo expresada en los miles de seres inconformes incorporados a esta lucha la que hizo posible el derrumbamiento del poder de la oligarquía porfirista.
El periodo posterior a la lucha armada se caracterizó por el posicionamiento de la burguesía en el poder, por la pacificación del país lograda con el asesinato de los líderes sociales, por la compra de otros mediante el ofrecimiento de cargos de representación popular o liderazgos sindicales y por el adormecimiento del pueblo con la demagogia sin escrúpulos.
Es la etapa en la que la nueva clase dominante impulsa aceleradamente la producción característica del capitalismo, establece el dominio político con la formación de un nuevo gobierno con representantes y funcionarios a su servicio y es también el periodo en el cual identifica a su verdadero enemigo: la clase trabajadora, los desposeídos.
Por tanto, como una condición de su existencia, la cada vez más firme burguesía traza la estrategia y la táctica que deberá utilizar en contra de ese peligroso adversario.
En el capitalismo, el pueblo trabajador siempre será numéricamente más grande que el reducido grupo que concentra la riqueza, por lo que potencialmente se convierte en un peligro latente para las minorías privilegiadas que se benefician del esfuerzo de los demás.
Ante este hecho real, la burguesía ha utilizado, desde su consolidación como clase dominante, la fragmentación de la unidad popular por diferentes vías como recurso para conseguir su debilitamiento.
Al dominio ideológico desplegado con la propagación del ideal del enriquecimiento personal basado en las capacidades individuales se unen otros recursos que tienden a la compra de conciencias y que están encaminados también a dividir al pueblo trabajador para disminuir su peligrosidad.
El desconocimiento de nuestros derechos, en muchas ocasiones, nos conduce a extraviarnos ante cualquier apoyo gubernamental que no es otra cosa más que producto de nuestros impuestos hábilmente manipulados, como son, por ejemplo, los programas sociales que se distribuyen a ciertos sectores específicos de la población.
Si no comprendemos que los programas son un derecho de todos porque los recursos distribuidos son generados por los trabajadores, seremos presa de la manipulación ante el temor de perderlos y, por tanto, estaremos siendo cómplices de esa fragmentación de la capacidad de movilización y respuesta del pueblo; no nos opondremos a las injusticias, a la miseria, a la falta de empleo, de servicios públicos en nuestras colonias, a la mala calidad de la salud, a la elección de un Gobierno progresista, todo por la angustia de quedarnos sin los apoyos financieros directos.
Es necesario identificar esa perversa utilización de los programas sociales para fragmentar la unidad del pueblo trabajador; solo con la fortaleza numérica, con la clara conciencia de nuestra situación económica provocada por un sistema social injusto, defendido por un gobierno cómplice de los ricos y con la seguridad de que un mundo más justo es posible, podremos tener la capacidad necesaria para remover todo lo que necesite ser cambiado en beneficio de todos los humildes.
Si en las jornadas electorales el voto conquistado por la incesante lucha de los trabajadores se convierte en una herramienta para la conquista del poder político por parte del pueblo, entonces es necesario tomar en cuenta que requerimos de la formación y consolidación de un genuino partido popular cuyo programa contenga las reivindicaciones inmediatas que se requieren para mejorar las condiciones actuales de vida de los trabajadores y sus familias y utilizar este recurso democrático en unidad para que, respaldados por nuestro gran número, hagamos valer nuestras verdaderas necesidades y aspiraciones.
No podemos caer nuevamente en el engaño de los trucos adormecedores del poder; el voto vale, pero no individualmente. Es verdad que la agobiante miseria nos conduce a aceptar dádivas que se terminan en poco tiempo y por eso mismo no mejoran nuestra condición económica; sin embargo, su verdadero valor se expresará cuando, en conjunto, como pueblo oprimido, lo utilicemos para la toma del poder político y la instauración de un modelo económico que reparta equitativamente la riqueza para que, de esta manera, disminuya paulatinamente la pobreza.
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