Ataque en San Fernando, Tamaulipas, hubo varios heridos después de que un grupo armado disparó contra civiles; en diversas localidades de Michoacán, grupos criminales han utilizado drones cargados con explosivos para atacar a comunidades y fuerzas de seguridad: el resultado es que la gente ha huido de ellas; en Zacatecas se registraron combates entre cárteles rivales en zonas rurales, el saldo fue de múltiples víctimas; en un poblado de Tierra Caliente, en Guerrero, se encontraron más de una docena de cuerpos tras una incursión de grupos armados y la decapitación de Alejandro Arcos, ex alcalde de Chilpancingo, quien solo tenía una semana en el cargo.
Desafortunadamente, esa es solo una pincelada del México actual. La lista es demasiado larga para reproducirla aquí.
Lo cierto es que tan solo en octubre de este 2024, hay 3 mil 552 personas muertas de forma violenta en México; multiplicadas esas cifras por 12, nos da una proyección de 42 mil 624 homicidios dolosos en el primer año del sexenio de la presidenta Claudia Sheinbaum, si las cosas siguen a este ritmo. En 2020, el año más violento del gobierno de Andrés Manuel, murieron 36 mil 773 y como sabemos, en esos seis años asesinaron a 199 mil 621 de acuerdo con los mismos datos del gobierno. Escandaloso.
Pero, qué diría usted amable lector, si supiese que hay un asesino silencioso más letal que el crimen organizado en nuestro país. El crimen organizado tiene un nuevo competidor: las bebidas azucaradas. Sí, esos refrescos que encontramos en cada esquina están matando a más personas que el narco. Los datos no mienten. Estudios recientes revelan que enfermedades vinculadas a su consumo, como diabetes, obesidad y diferentes tipos de cáncer, están desbordando los hospitales del “mejor Sistema de Salud del mundo”, según López Obrador, y vaciando los bolsillos de miles de familias. El 7% de las defunciones en adultos mexicanos son atribuibles a las bebidas azucaradas. Es decir, estamos hablando de 40 mil 842 muertes al año, lo que es mucho más que las 36 mil 773 perpetradas por el narco en un año del sexenio de AMLO. ¿Por qué es tan difícil luchar contra este problema? Porque este asesino, no se ve.
No importa cómo lo llamen: refresco, soda, gaseosa, coca o “chesco”, pero su consumo global ha aumentado al menos 16% desde 1990. En 2023, esta industria generó ingresos mundiales superiores a 800 mil millones de dólares, con perspectivas de crecimiento enormes. América Latina es el mercado más importante, con un valor aproximado de 60 mil 500 millones de dólares en 2023, equivalente al PIB combinado de El Salvador y Honduras (Irene Carrillo, “Adictos a las bebidas azucaradas”. DW, 2024).
Es verdad, por un lado, esta industria genera miles de empleos, desde la cadena de suministros, la fabricación y distribución de las bebidas, sostiene tienditas y contribuye al PIB como un motor clave de la economía. Pero, ¿a qué costo?
El panorama es alarmante. En México, el consumo promedio de refrescos es de 163 litros por persona al año, según un estudio de la Universidad de Yale (Gaceta UNAM, 2019). Es decir, muchas familias mexicanas gastan hasta el 10% de sus ingresos en “coquitas”. ¡Una barbaridad! Veamos un ejemplo: en una colonia en el Estado de México, de un universo de 9 mil personas, al menos unas 1 mil 500 compran un refresco al día. Si multiplicamos el costo promedio de una Coca-Cola, 20 pesos, por 365 días, por mil 500 personas en promedio, tendremos que los habitantes de una pequeña comunidad gastan al año 10 millones 950 mil pesos solo en refrescos, esto sin contar otros gastos como recargas de telefonía celular, transporte, agua, comida, etc.
Y esto no es casualidad. Todo está perfectamente orquestado: desde publicidad sugestiva-agresiva y precios accesibles, hasta el papel clave de Vicente Fox como expresidente y ex-CEO de Coca-Cola México, quien facilitó que la marca llegara a comunidades indígenas con escaso acceso a agua potable. ¿El resultado? Siete de cada diez niños en zonas rurales desayunan con refresco.
El caso más extremo es Chiapas. Ahí, cada persona consume un promedio de 821 litros al año, 32 veces más que el promedio mundial. En parte, esto se debe a que en esta región la Coca-Cola es más accesible que el agua potable y es esta refresquera la que podría llevarles agua en lugar de refresco, pero, no tendría las mismas ganancias. Sumemos el hecho de que la planta embotelladora de San Cristóbal de las Casas, operada por Femsa, explota acuíferos, dejando a las comunidades sin agua de calidad. Las etnias de Chiapas casi sin agua. (Proceso, 2016).
¿Impuestos a los refrescos? Poco impacto
En 2014, México impuso un impuesto de 10% a las bebidas azucaradas. Aunque el consumo bajó inicialmente, la industria ha resistido gracias a estrategias como abaratar costos y afianzar su presencia en el imaginario colectivo. Expertos coinciden: un impuesto más alto, de al menos el 20%, sería realmente efectivo.
Por otro lado, hemos perdido de vista que la industria de bebidas azucaradas es una maquinaria colosal. Cada año requiere 1 millón de toneladas de azúcar, 33 mil toneladas de aluminio y 450 mil toneladas de PET para botellas. Sin embargo, su impacto no es solo económico: la contaminación que genera afecta ríos, tierras y comunidades enteras.
¿Existe solución? Urge regular esta industria con medidas más contundentes. Etiquetas más claras, impuestos efectivos y acceso universal al agua potable serían un buen comienzo. Porque en un país donde el 24% de los hogares no tiene agua entubada, no podemos seguir permitiendo que la Coca-Cola (y las otras), sean las bebidas más fáciles de conseguir. Pero eso solo será posible, si la gente se educa y se organiza para pelear por el poder político vía las elecciones democráticas del país. De otra forma, seguiremos muriendo, no solo por el crimen organizado, sino además por un asesino silencioso que adoramos, porque su publicidad nos dice que, al destapar una botella o lata, estamos “destapando” la felicidad, aunque en realidad, estamos destapando la muerte. Eso no lo debemos permitir más.
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