En vista de las profundas e innegables modificaciones que la conciencia nacional ha experimentado, o, cuando menos, exhibido rotundamente en el último año, son necesarios drásticos cambios en el quehacer político y no solamente, como afirman muchos, en el partido oficial. Por lo pronto, resulta más que evidente que dichos cambios son también necesarios en quienes ejercen directamente el poder, desde las distintas dependencias del aparato administrativo, si realmente quieren coadyuvar, y no estorbar, en las tareas de la modernización política. Tales cambios tienen que comenzar, a mi parecer, por la concepción misma que los funcionarios han tenido hasta hoy del ejercicio del poder.
Abordemos un aspecto concreto de la cuestión. La Constitución General de la República consagra, en su artículo noveno, el derecho a la reunión y manifestación pública de los ciudadanos para formular una petición o protestar contra un acto de autoridad, con la condición de que no se profieran injurias contra ésta ni se haga uso de violencia o amenazas para intimidarla. De la existencia misma de este derecho, se colige que el constituyente sí aceptó como legítima la presión que los ciudadanos pueden ejercer, a través de su número y de la razón que les asiste, manifestada públicamente, para lograr que una autoridad determinada los escuche y resuelva en su favor, cuando esté de su parte el derecho y la racionalidad. Dicho de otra manera, la Constitución no condena todo tipo de presión, sino solamente aquélla que se ejerce a través de la violencia y la amenaza.
No es ningún secreto, en cambio, que muchos funcionarios públicos tienen y practican una idea distinta de la cuestión. Su concepción autoritaria del ejercicio del poder les hace ver en toda manifestación pública, así sea la más timorata y respetuosa, un verdadero desafío no sólo a su propia autoridad, sino, incluso, a la autoridad completa del Gobierno. Para este tipo de funcionarios, recibir una comisión de ciudadanos que encabecen una manifestación, escuchar sus quejas y peticiones, pero, sobre todo, resolver favorablemente sus demandas, es no sólo una humillación que les causa urticaria por varios días, sino una verdadera claudicación "ante las presiones" que pone en riesgo, a su juicio, la estabilidad misma del sistema.
Esta concepción de la relación entre el poder y el derecho ciudadano de manifestación y petición no solamente es claramente nugatoria de estos mismos derechos, los convierte, incluso, en graves delitos en contra de la paz pública, el respeto a la autoridad y la estabilidad del sistema, convirtiéndolos así, en una espada de Damocles que pende amenazadora sobre la cabeza de quienes se atreven a ejercer los derechos de manifestación y petición.
Es precisamente, como todo mundo sabe, de esta concepción autoritaria del ejercicio del poder y de las garantías individuales, de donde ha brotado la frase favorita de funcionarios prepotentes y antidemocráticos, con la que justifican aún sus más absurdas negativas a atender las peticiones ciudadanas: "El gobierno no negocia bajo presiones".
Pues bien, si es verdad que el gobierno, que sus funcionarios, a la luz de los cambios políticos ocurridos en los últimos tiempos, reconoce que es necesario abrir las puertas a una mayor participación ciudadana en la vida política y social del país, que el ciudadano común y corriente, sólo u organizado, no solamente puede, sino aún debe, tomar parte en las decisiones que afectan su vida y la de su comunidad, que la democracia, en fin, no puede consistir más que en una mayor participación y actividad autónoma de las grandes masas populares, ha llegado el momento preciso en que los funcionarios, desde el más encumbrado hasta el más humilde, dejen de considerar las manifestaciones públicas de los ciudadanos inconformes como actos subversivos y comiencen a verlos como una saludable sintomatología (las protestas de los ciudadanos son el cuerpo social, lo que la fiebre al organismo humano) que les permitirán, de ahora en adelante, detectar los males y ponerles el remedio oportuno y efectivo que éstos requieren.
Si estamos realmente dispuestos a entrar en una era de auténtica y profunda democratización de la vida nacional, en todos sus ámbitos y niveles, es necesario y urgente abandonar la concepción autoritaria del poder y sustituirla por una concepción democrática y participativa del mismo, que no excluya sino aliente y atraiga la acción creativa y consciente de los ciudadanos y sus organizaciones de cualquier índole.
El funcionario público debe saber y aceptar, a partir de ahora, que la "presión" que ejercen los ciudadanos mediante la reunión y manifestación pública, no es ilegítima ni mucho menos un delito que deba ser sancionado, sino, justamente, uno de los pocos recursos reales, efectivos, que la ley les concede para luchar contra la distorsión del derecho, contra la injusticia, la prepotencia, la corrupción y la lenidad culposa de los funcionarios y para participar activamente, a su modo, en la cosa pública.
La desviación, la corrupción y el herrumbramiento de una maquinaria gubernamental es, casi siempre, consecuencia de la falta de iniciativa y libertad ciudadana para protestar, criticar y exigir en contra de las fallas de dicha maquinaria. La protesta y la manifestación públicas, (siempre y cuando, claro, se sujeten a lo dispuesto por la ley), entonces, vistas desde este ángulo de la cuestión, no solamente no pueden ser calificadas como subversivas o enemigas de la estabilidad de un gobierno, sino que deben ser impulsadas y alentadas como el mejor antídoto en contra de la corrosión del poder establecido.
Los funcionarios mexicanos, pues, entre otros muchos ajustes que deben hacer a sus concepciones y conducta pública, deben aprender a negociar y resolver "bajo presión", siempre y cuando los solicitantes cumplan con los requisitos de la legalidad y racionalidad necesarias, tanto más cuanto que el mismo PRI, está anunciando (¿lo cumplirá?) que está dispuesto a ponerse a la cabeza de las demandas populares para recuperar la credibilidad perdida. Pero no nos engañemos si el PRI no lo hace, otros tomarán su lugar. Conque…
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