¡Vengo a cantarte, desvalida estirpe,
inerme raza de esforzado anhelo,
que supiste morir, alta la frente,
la fe en el alma y en el labio el reto,
como mueren altivos los leopardos
de tus vírgenes bosques opulentos,
y como muere el mar sobre tus playas,
lanzando espumas a la faz del cielo!
Tú, que mirando libres a las aves
y contemplando libres a los vientos,
aprendiste a querer la autonomía
de tus llanos salvajes y tus cerros
y a amar la libertad, siempre inviolada,
de tu horizonte inmenso,
no pudiste jamás, ante el oprobio,
doblar sumiso el inflexible cuello,
ni bajar con rubores la mejilla,
ni llevar la vergüenza dentro el pecho!
Por eso, cuando viste amenazada
bajo el yugo fatal del extranjero
tu más cara ilusión, tu alma, tu vida,
tu libertad, brotaron en tu pecho
rencores inauditos, y al combate
fuiste llevando el odio justiciero,
que rompe valladares, que extermina,
que es estallido y luz, fuerza y derecho!
Vengo a cantar tu gloria, ilustre raza,
que humillaste a la suerte tu postrero
ímpetu noble de implacable orgullo,
y que fuiste a luchar con el aliento
que señala epopeyas en la Historia
y que hace redenciones en los pueblos!
Vengo a cantar tu gloria, raza muerta,
¡oh, sí! porque en tu frente, que a los cielos
se pudo levantar con el radioso
nimbo que deja el inefable beso
del sacrificio, se escribió con sangre
la sentencia maldita de los tiempos!
¡Vengo a cantar tu gloria, aunque no existas!
¡Vengo a cantar tu gloria, aunque hayas muerto!
y te vengo a traer como homenaje
de razas nuevas y nacientes pueblos,
una nota que arrancó a tu sepulcro,
una voz que he pedido a tu silencio
para hacer resonar su temblorosa
vibración por el mundo, como un eco
que vaga entre las sombras del olvido,
que flota entre las brumas del recuerdo!
¡Vengo a cantar tu gloria, noble estirpe,
que supiste morir mirando al cielo!