En la estepa desolada
bajo el cielo de una noche que exprimía
sus estrellas como lágrimas,
contra el viento que gemía amargamente,
como cuerda de guitarra
que retuerce su sonido
bajo el dedo que lo arranca,
un trineo,
un trineo todo frágil y crujiente como cáscara
iba en fuga por las nieves,
entre ensueños y neblinas
y suspiros y fantasmas…
¡Y quién sabe la pareja
que en el rápido trineo se escapaba!
él, macizo, de ancho tórax
y de atléticas espaldas;
ella, leve,
mal envuelta con pelajes y con gasas.
¿Quiénes eran?
Quienes fueran. Dos amantes: sólo un alma
y en la estepa
desolada,
los caballos relinchantes
y nerviosos galopaban... galopaban... galopaban.
De repente,
desde el fondo de las sombras apretadas
llegó el eco de un galope
que al galope de caballos contestaba.
-¿Son los lobos? - ¡Son los lobos!
y las ráfagas
de aquel viento parecían
como aullidos de hambre y rabia…
Y las luces de los astros
como ojos de amenaza...
Y la noche, negra, negra
como boca de uno de los lobos que a galope se acercaban…
-¿Son los lobos?... ¡Son los lobos!
Dúo infausto. Noche trágica.
Y se oía un latigazo
como un grito de esperanza.
Retorcíanse en las sombras
la figura de la dama;
y, a manera de una angustia,
sacudía sus cabellos y veía a sus espaldas.
él, al golpe de su látigo,
en los lomos de los líricos caballos hacía ascuas.
Y en la estepa
desolada,
los caballos relinchantes y nerviosos
galopaban... galopaban... galopaban...
Media luna
cadavérica, azulada,
como boca que sonríe de repente,
dilató sobre las nieves la caricia de su plata.
Y la paz llegó. Los lobos
se alejaron. Una racha
jubilosa recogió el relincho alegre
de los trémulos caballos y la dama
cambió, entonces, con la luna
la amistad de una mirada.
Y él, al golpe
de su látigo, en las ancas
hizo cruces
sesgas y amplias.
Y la estepa
fue pasando, toda blanca,
por debajo del trineo;
y quedando como nunca desolada…