Dialéctica de la Ilustración, escritos filosóficos fragmentarios de Theodor Adorno y Max Horkheimer, tiene la extraña virtud de ser considerado un texto peligroso (curioso adjetivo para un documento de cultura). Incluso los autores reconocieron su potencial destructor: más que un libro, parecía que ambos habían diseñado un artefacto explosivo, una bomba reloj a punto de estallar.
Más Horkhaimer que Adorno, se mostró escéptico ante la idea de que el texto fuera publicado, entendiendo que podía prestarse, como en efecto sucedió, a las más ligeras o tendenciosas interpretaciones y negar procesos tan centrales para la cultura occidental como la Ilustración, entendida como el pensamiento en continuo progreso. ¿Acaso fueron demasiado lejos en su crítica a la ilustración?
El impacto de su publicación fue fundamental, de tal manera que hoy en día, en el panorama de las discusiones filosóficas más significativas, el mismo concepto de razón, central en el programa de la ilustración, así como sus conceptos adyacentes como igualdad o libertad, están en tela de juicio. Sobra decirlo, ni Adorno ni Horkheimer mataron la Ilustración; ni siquiera la negaron. La intención central de los autores era “salvar la Ilustración” mediante la elaboración de una crítica de las consecuencias de su programa filosófico para despojarlo de lo accesorio, de lo negativo y problemático para conducirnos a una ilustración más plena, depurada de los vicios que acarreaba desde su concepción.
Para hablar de la crítica de la Ilustración, que hicieron nuestros autores, es muy importante situarnos en su tiempo y leer desde sus ojos la marcha de los acontecimientos. Porque para 1944, durante la Primera Guerra Mundial, el andar de la humanidad hacia el reino de la libertad, hacia la emancipación individual y colectiva, que había prometido la ilustración, no sólo parecía estancado, sino, por el contrario, parecía que la avenida que dicho movimiento filosófico había inaugurado. conducía inexorablemente hacia un nuevo tipo de barbarie: “la tierra, enteramente ilustrada, aparece bajo el signo de una brutal calamidad".
Como mencionamos anteriormente, los autores consideraban que la ilustración había nacido bajo el signo de la contradicción, la mancha del desastre se hallaba adherida a su organismo. La enfermedad radicaba en los impulsos considerables para dominar la naturaleza.
Siguiendo las enseñanzas de Kant que consideraba que ésta era la capacidad de los individuos de aceptar la mayoría de edad al servirse de su propia inteligencia sin la guía de otro, para nuestros autores, el objetivo de la ilustración constituía en “convertir a los hombres en señores” es decir, que los individuos aceptaran la libertad y la responsabilidad de actuar de forma autónoma, independiente.
Asimismo, el programa de la Ilustración consistía en lo que nuestros autores denominaron como el desencantamiento del mundo para someterlo a su dominio, o, en otras palabras, acabar con las explicaciones metafísicas, animistas, teológicas o mitológicas; disolver estos saberes para ceder lugar a la ciencia, pero que no aspiraba únicamente al conocimiento feliz e inocente del mundo, sino antes bien, al dominio total de la naturaleza desencantada. El proceso de la ilustración, en su ánimo por desencantar el mundo comenzó, progresivamente a racionalizar, abstraer y reducir la realidad entera al dominio y control del sujeto, de tal suerte que en un primer momento quiso ser emancipador, terminó por desarrollarse como un proceso de reificación, de alienación. Según nuestros autores “la Ilustración se relaciona con las cosas como los dictadores se relacionan con los individuos.”
A lo largo del texto los autores son lo suficientemente enfáticos en torno a la recuperación de los ideales más elevados y las características más positivas de la Ilustración: “Nuestra petición de principio, es que la libertad es inseparable del pensamiento ilustrado”. Como no mantuvieron los ojos completamente cerrados ante los aspectos más positivos de la ilustración, la crítica no se trataba, pues, de negar sus beneficios para la civilización occidental. En lugar de ello, nuestros autores emprendieron un viaje, hacia las raíces mismas de la Ilustración. A su retorno, los autores reconocieron haber visto las entrañas del monstruo. ¿De qué trató tan espantoso viaje y cuáles fueron las conclusiones que extrajeron y expusieron a su regreso?
El resultado de la búsqueda -decía Horkheimer- fue que el proceso grandioso de la Ilustración ha estado viciado desde sus orígenes por una tendencia al dominio, liquidando a su paso todo lo que no se dejaba reducir a material de dominio. En pocas palabras, la Ilustración era totalitaria. Pero no se había tornado totalitaria con el paso del tiempo, cuando fue corrompida por su compromiso con el liberalismo y la burguesía. No fue el orden burgués el que funcionarizó la razón y pervirtió la Ilustración Según nuestros autores, la Ilustración padecía de un vicio propio; la criatura vino al mundo bajo el signo del dominio.
El dominio, el absurdo deseo de dominar todo, era el gran impulso de la Ilustración. Todo cuanto fuera capaz de convertirse en material de dominio lo sería bajo el programa totalizante de la Ilustración: todo, incluso la subjetividad. En la demostración de esa tesis, nuestros autores recurrieron a una explicación de la cultura. Según ellos, uno de los elementos más elocuentes del triunfo del dominio de la razón era la cultura misma.
A su juicio, la cultura hoy está marcada sobre los rasgos de la semejanza. Toda la cultura de masas, plastificada, decadente y estandarizada es igual. El cine, la radio, y las revistas se vuelven negocio, ideología. Todo lo domina el impulso de la razón, de la Ilustración.
Desde luego, para nuestros autores, el dominio de la ilustración al instaurar su hegemonía como la única forma válida para interpretar el mundo, no era un dominio coercitivo. El totalitarismo de la razón, que había moldado previamente las conciencias de los individuos, se instauraba con el consenso y la alienación de las víctimas de su impronta, pues toda hegemonía implica un progreso para los individuos, a pesar de hacerlos, al mismo tiempo, víctimas de dicho proceso.
Para Adorno y Horkheimer el burgués o la clase burguesa fue el sujeto lógico y el agente ideal transmisor de la Ilustración. Cuando Kant aconsejaba la liberación de la tutela de la razón, endulzaba el oído de una clase particular, susurraba al burgués el beneficio de liberarse de la tutela de otros agentes exteriores, y así, la Ilustración, tan pronto como nació, se comprometió con el liberalismo. Esta línea de tiempo inaugurada por la filosofía del progreso es al mismo tiempo la línea de la civilización y la de la barbarie. He ahí la terrible dialéctica de la Ilustración.
En este periplo en busca de la manzana prohibida, los tripulantes rechazaron como compañero de viaje al marxismo, firme representante de una tradición de pensamiento capaz de poner toda la imaginación radical al servicio de la crítica de la Ilustración. Ahí quizá nosotros podamos encontrar el origen de las deficiencias de la crítica de la razón que hacen Adorno y Horkheimer. A pesar de que ellos proclamaban una genuina continuidad con la intención emancipatoria del marxismo, se distanciaron tratándolo como un perro viejo que había perdido todo su potencial revolucionario. El pesimismo de ya dar todo por perdido también constituye un acercamiento reaccionario al conocimiento.
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