Los crímenes de odio en agravio de mujeres y su ordinaria agresión, en el amplio sentido de la palabra, se explican, entre otras cosas, por el rol que les asigna la cultura burguesa: supeditadas a la voluntad masculina por mandato religioso, como receptor pasivo del placer masculino y su destino anclado siempre al hogar, como madres y esposas. Este último rol es exhibido desde el cine hasta en las redes sociales con cursilería telenovelera, idealizando, con sentimentalismo falaz, el destino maternal.
El final feliz, en los melodramas tradicionales en la comedia romántica americana y en las telenovelas mexicanas, es un matrimonio y una familia con muchos hijitos.
Cuando el rol de la mujer en la economía de los países capitalistas se abrió por las necesidades de la Segunda Guerra mundial, las mujeres dejaron de ser consideradas exclusivamente como amas de casa. Pero culturalmente, aun en estas naciones avanzadas, la situación no varió demasiado.
Así parecen atestiguarlo dos filmes de reciente aparición: “La hija oscura” (Maggie Gyllenhaal, 2021) y “Madres paralelas” (Pedro Almodovar, 2021); la obra de Gyllenhaal es una adaptación del libro homónimo de Elena Ferrante; congruente con los papeles que ha interpretado, Maggie Gyllenhall, y que expone un melodrama psicológico, un monólogo interior que transparenta subversivamente la lucha interna de una mujer por asimilarse como madre; no quiere decir que el personaje, encarnado magistralmente por Olivia Colman, esté impedido para ser madre, simplemente no es tan natural ni lógico como se supone. Este accidentado camino abre la cuestión sobre la maternidad: ¿es un designio divino a la mujer o una construcción cultural?
Pedro Almodóvar es menos frontal, pero no menos certero. Es conocida su predilección por exponer historias de mujeres fuertes que enfrentan la maternidad como un desafío, con rasgos autobiográficos, las madres del universo de Almodóvar se sobreponen a la situación política con heroicidad, pero no con poco sufrimiento. Con todo, ambas obras confirman que el tema no es una moda pasajera, sino una contradicción manifiesta en nuestra cultura.
Así en los tiempos de Don Miguel de Cervantes. En una época de abierta misógina, aparece en 1605 la primera parte de Don Quijote de la Mancha; en esta monumental obra hallamos en más de una ocasión posturas críticas sobre esta cuestión; Leandra, Zoraida, Marcela y Doña Clara de Viedma son personajes de la primera parte de la novela, y aunque todas ellas tienen personalidades e historias diferentes, coinciden en que son jóvenes independientes y hermosas, poseedoras de voluntad propia e inteligencias sobresalientes pero, sobre todo, con actitudes atípicas para la circunstancia histórica.
De ellas, destaco a Marcela, joven inteligentísima, proveniente de familia acomodada. Atiborrada de propuestas galantes, de hombres “valiosos” con dote y renombre, prefiere la soledad de los bosques y la vida pastoril. Esta bella mujer rehúye a su destino: un matrimonio feliz. Marcela es una heroína porque no busca el matrimonio, defiende su concepto de plenitud espiritual fuera de él y lo defiende con asombrosa elocuencia. Es culpada por el suicidio de Crisóstomo, hombre ideal, educado y rico. Aunque ella nunca abrió posibilidades, es vituperada por toda su sociedad, incluidas otras mujeres. Y cuando ocurre el sepelio de aquel, ella increpa a sus detractores:
Vengo (...) para que sepáis que yo no soy culpable de la muerte de Grisóstomo. Atended todos. El cielo me hizo hermosa, y todo lo hermoso merece ser amado, pero no sé por qué he de verme yo obligada a amar a quien me ama. Yo nací libre, y para vivir libre escogí la soledad de los campos, donde he luchado por conservar mi honestidad, que es el adorno más hermoso del alma. A los que he enamorado con la vista, los he desengañado con mis palabras. Jamás di esperanzas a nadie, (...) Yo no estaba obligada a corresponderle, (...) Si él insistió en navegar contra el viento, ¿qué culpa tengo yo de su naufragio? Que nadie me llame cruel ni homicida (...) Yo soy libre y no quiero sujetarme a nadie.
No podríamos calificar a Cervantes como feminista; además de ser un concepto anacrónico, sería inexacto, ya que la obra cervantina no se ocupa solamente de esto. Lo valioso, precisamente, es comprenderlo dentro del contexto más generalizado de injusticia y desigualdad. El autor de El Quijote, como los artistas de hoy, no consideraba un problema menor esta inequidad. Solo algunos entendimientos borricos, como el de nuestro presidente, califican al feminismo como un problema pasajero y fútil.
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