MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

POESÍAS

Poesía

Avenida Juárez

Efraín Huerta
Declama: Berenice Bonilla

Uno pierde los días, la fuerza y el amor a la patria,

el cálido amor a la mujer cálidamente amada,

la voluntad de vivir, el sueño y el derecho a la ternura;

uno va por ahí, antorcha, paz, luminoso deseo,

deseos ocultos, lleno de locura y descubrimientos,

y uno no sabe nada, porque está dicho que uno no debe saber nada,

como si las palabras fuesen los pasos muertos del hambre

o el golpear en el oído de la espesa ola del vicio

o el brillo funeral de los fríos mármoles

o la desnudez angustiosa del árbol

o la inquietud sedosa del agua...

 

Hay en el aire un río de cristales y llamas,

un mar de voces huecas, un gemir de barbarie,

cosas y pensamientos que hieren;

hay el breve rumor del alba

y el grito de agonía de una noche, otra noche,

todas las noches del mundo

en el crispante vaho de las bocas amargas.

 

Se camina como entre cipreses,

bajo la larga sombra del miedo,

siempre al pie de la muerte.

 

Y uno no sabe nada,

porque está dicho que uno debe callar y no saber nada,

porque todo lo que se dice parecen órdenes,

ruegos, perdones, súplicas, consignas.

 

Uno debe ignorar la mirada de compasión,

caminar por esa selva con el paso del hombre

dueño apenas del cielo que lo ampara,

hablando el español con un temor de siglos,

triste bajo la ráfaga azul de los ojos ajenos,

enano ante las tribus espigadas,

vencido por el pavor del día y la miseria de la noche,

la hipocresía de todas las almas y, si acaso,

salvado por el ángel perverso del poema y sus alas.

 

Marchar hacia la condenación y el martirio,

atravesado por las espinas de la patria perdida,

ahogado por el sordo rumor de los hoteles

donde todo se pudre entre mares de whisky y de ginebra.

 

Marchar hacia ninguna parte, olvidado del mundo,

ciego al mármol de Juárez y su laurel escarnecido

por los pequeños y los grandes canallas;

perseguido por las tibias azaleas de Alabama,

las calientes magnolias de Mississippi,

las rosas salvajes de las praderas

y los políticos pelícanos de Louisiana,

las castas violetas de Illinois,

las bluebonnets de Texas...

y los millones de Biblias

como millones de palomas muertas.

 

Uno mira los árboles y la luz, y sueña

con la pureza de las cosas amadas

y la intocable bondad de las calles antiguas,

con las risas antiguas y el relámpago dorado

de la piel amorosamente dorada por un sol amoroso.

 

Saluda a los amigos, y los amigos

parecen la sombra de los amigos,

la sombra de la rosa y el geranio,

la desangrada sombra del laurel enlutado.

 

¿Qué país, qué territorio vive uno?

¿Dónde la magia del silencio, el llanto

del silencio en que todo se ama?

(¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?)

Uno se lo pregunta

y uno mismo se aleja de la misma pregunta

como de un clavo ardiendo.

 

Porque todo parece que arde

y todo es un montón de frías cenizas,

un hervidero de perfumados gusanos

en el andar sin danza de las jóvenes,

un sollozar por su destino

en el rostro apagado de los jóvenes,

y un juego con la tumba

en los ojos manchados del anciano.

 

Todo parece arder, como

una fortaleza tomada a sangre y fuego.

Huele el corazón del paisaje,

el aire huele a pensamientos muertos,

los poetas tienen el seco olor de las estatuas

—y todo arde lentamente

como en un ancho cementerio.

 

Todo parece morir, agonizar,

todo parece polvo mil veces pisado.

La patria es polvo y carne viva, la patria

debe ser, y no es, la patria

se la arrancan a uno del corazón

y el corazón se lo pisan sin ninguna piedad.

 

Entonces uno tiene que huir ante el acoso de los búfalos

que todo lo derrumban, ante la furia imperial

del becerro de oro que todo lo ha comprado

—la pequeña república, el pequeño tirano,

los ríos, la energía eléctrica y los bancos—,

y es inútil invocar el nombre de Lincoln

y es por demás volver los ojos a Juárez,

porque a los dos los ha decapitado el hacha

y no hay respeto para ninguna paz,

para ningún amor.

 

No se tiene respeto ni para el aire que se respira

ni para la mujer que se ama tan dulcemente,

ni siquiera para el poema que se escribe.

Pues no hay piedad para la patria,

que es polvo de oro y carne enriquecida

por la sangre sagrada del martirio.

 

Pues todo parece perdido, hermanos,

mientras amargamente, triunfalmente,

por la Avenida Juárez de la ciudad de México

—perdón, Mexico City—

las tribus espigadas, la barbarie en persona,

los turistas adoradores de Lo que el viento se llevó,

las millonarias neuróticas cien veces divorciadas,

los gángsters y Miss Texas,

pisotean la belleza, envilecen el arte,

se tragan la Oración de Gettysburg y los poemas de Walt Whitman,

el pasaporte de Paul Robeson y las películas de Charles Chaplin,

y lo dejan a uno tirado a media calle

con los oídos despedazados

y una arrugada postal de Chapultepec

entre los dedos.