Los pobres constituyen la inmensa mayoría en México, y por su número son, potencialmente, una gran fuerza; pero la cantidad no basta si carecen del factor cualitativo, concretamente, organización y conciencia. Y esta debilidad no es casual, no está determinada por la idiosincracia ni es una fatalidad natural: el neoliberalismo y la bárbara acumulación de la riqueza que trae consigo necesitan a la clase media y trabajadora inermes, inconscientes, y sin la fuerza necesaria para hacer valer sus derechos. Un pueblo desorganizado conviene a la acumulación del capital, por lo que este y sus gobiernos aliados se afanan en mantenerlo disperso.
Hace años hemos escuchado la cantinela de que “el gobierno no trata con organizaciones, solo con individuos”; pero López Obrador, envuelto en ropaje de izquierda, destaca especialmente como acérrimo persecutor de todo lo que signifique organización popular, escudándose (no puede confesar el verdadero propósito) en su pretendido combate a la corrupción, y violando así preceptos legales básicos en cualquier país civilizado como el derecho de organización, consagrado en el artículo 9: “No se podrá coartar el derecho de asociarse o reunirse pacíficamente con cualquier objeto lícito”; y también en el artículo 8: “Los funcionarios y empleados públicos respetarán el ejercicio del derecho de petición”. Estas son zarandajas para el gobierno de la 4T.
Pero esta conculcación tiene dedicatoria: se aplica a los trabajadores. Los poderosos, en cambio, sí están organizados, y se les respeta ese derecho (como dice el pueblo: bien sabe el diablo a quién se le aparece). Defienden sus intereses generales a través de organizaciones como la Confederación Patronal de la República Mexicana, Consejo Coordinador Empresarial, Consejo Mexicano de Negocios; y también de sectores específicos: asociaciones de industriales, mineros, de tiendas departamentales, grandes agricultores, etc. De la Asociación Mexicana de Hoteles y Moteles fue presidente el actual secretario de Turismo; esto es, su poder viene en cierta medida de encabezar una “organización”. El presidente acude regularmente a la Convención Bancaria (asamblea de la Asociación de Bancos de México), y recibe diligentemente a sus directivos. En una palabra, el derecho de organización existe y se respeta, pero para los acaudalados. Lo que para estos es un derecho, para el pueblo es delito punible, con cárcel de ser preciso; unos, arropados por el poder, los otros, maniatados y amordazados; así, los primeros acumulan riqueza, y los segundos se hunden en la pobreza.
El temor del gobierno y el gran empresariado no es gratuito. Se explica por las fortalezas que la organización y la conciencia conllevan, y por su papel como factores de distribución. Posibilitan una mayor capacidad para fundamentar los reclamos sociales y fuerza para negociar, misma que permite a los trabajadores exigir mejores salarios, prestaciones de ley, vivienda; a los campesinos, reclamar apoyo en fertilizantes, semilla, créditos blandos, infraestructura agrícola; a las comunidades y colonias populares, caminos, unidades médicas, escuelas, sistemas de agua potable, electrificación. Organizados, los estudiantes pueden conseguir becas, descuentos en el transporte, albergues subsidiados, espacios deportivos, laboratorios y bibliotecas. Nada de esto es posible sin organización, como no sea quedar a expensas de la voluntad y conveniencia de los políticos poderosos, que, si se les pega la gana, y eso a quien ellos digan, podrían arrojar alguna dádiva, pues no hay fuerza capaz de obligarles.
En un plano más general, crecen asombrosamente las grandes fortunas y con ello la arrogancia y el poder económico y político de la plutocracia; lamentablemente, como sociedad carecemos de instrumentos para poner coto a esa salvaje tendencia y reducir la brecha del ingreso. Precisamente para preservar esta realidad injusta se sataniza y debilita la organización social, pues si el pueblo se organiza podría, por ejemplo, exigir a los diputados (postrados ahora frente al presidente), aplicar impuestos a las grandes fortunas, aumentar salarios, promuever programas de vivienda, abasto, etc. Así pues, si los adinerados exigen mediante sus organizaciones, e imponen su voluntad, el pueblo debería, como contrapeso (más fuerte aun que la división de poderes), hacer lo propio y exigir respeto. ¿Será muy difícil entender esta verdad elemental?
Políticamente, si a su número los marginados añaden organización y conciencia, pesarán mucho más; podrán canalizar su voto de acuerdo con su interés, no hacia donde les ordene el gobierno. Podrán asimismo hacer que candidatos surgidos del pueblo lleguen a presidencias municipales, diputaciones, gubernaturas y la propia presidencia de la República, y desde ahí utilicen el poder y los recursos para brindar más atención a los sectores de bajos ingresos, y también, que estos dejen de ser lo que son en esta democracia de cúpulas: simples votantes, que terminado ese “ejercicio democrático” deben irse a su casa, pues son, ya en la práctica, una presencia desagradable para quienes monopolizan el poder. Organizados, serían tomados en cuenta, para votar, sí, pero también para participar informada y activamente en la toma de decisiones y en la vigilancia del quehacer gubernamental.
En lo que hace al conocimiento, indispensable para una participación efectiva, ganarían también. La acción colectiva facilita recibir y procesar la información, y adquirir educación política que nadie más ofrece al pueblo. Dice Bertolt Brecht, el hombre tiene dos ojos, el partido, cien; como Argos Panoptes, el gigante mitológico de cien ojos; dormía con 50 ojos y vigilaba con los otros; nada escapaba a su vista. Enviado por Zeus, todopoderoso señor del Olimpo, Hermes logró dormir a Argos, pudiendo así darle muerte (toda parecido con la realidad aquí expuesta no es mera coincidencia). Hera lo hizo consagrar guardando los cien ojos en las plumas del pavorreal. También colectivamente, los trabajadores pueden reflexionar mejor sobre la problemática local, nacional y mundial; recibir información relevante y orientarse en las complicaciones de la política. El cerebro colectivo es siempre superior al individual, desde el momento mismo en que este último forma parte del primero; el pensamiento colectivo educado es más multilateral y abarcador de todos los ángulos de los problemas, y supera así la unilateralidad individual.
Todo esto lo saben quienes detentan el poder; por eso buscan impedir que el pueblo se organice y adquiera conocimiento, concretamente político, que le ilustre y le permite descubrir la causa de sus problemas, la verdadera naturaleza de las cosas. Por eso la guerra sin cuartel contra todo esfuerzo serio de organización popular. Por eso, también, en las universidades la persecución a estudiantes que intentan agruparse para defender sus derechos desde una posición de energía.
Desorganizado, el pueblo queda a merced de los poderosos, de su “benevolencia” y “filantropía”; como un ser menor de edad, al que solo quedan la resignación a su suerte, la esperanza vaga o la espera pasiva del favor magnánimo. No es sujeto de la política sino objeto. Nadie le enseña a valerse por sí mismo, a reclamar no solo los satisfactores materiales, sino respeto a su dignidad, humillada al verse reducido a receptor de dádivas y a depender de ellas. La adultez de un pueblo se ve reflejada en su nivel de educación política y organización, que lo liberan del tutelaje del Estado y los funcionarios. Su grado de libertad depende, en suma, de su capacidad para conquistarla.
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